Para la señora Hilda Artunduaga, los días soleados le despertaban la imperante necesidad de salir a comprar un par de zapatos nuevos. Esta singular debilidad la había cultivado durante años, sin miramiento o restricción. Tenía una colección tan abundante, que cada vez le era más difícil encontrar un lugar en la casa para guardarlos. Eran de todos los colores y estilos. Algunos de tipo zapatilla, otros a modo de mocasín, algunos más elegantes, pero, sobre todo, gustaba comprar los de tacón alto, que a su parecer, le estilizaban la figura.
Entre las muchas cualidades de la señora Hilda, estaba la de tener la particular habilidad de recordar a titulo de inventario, el número de arrugas en los rostros de cada una de sus amigas y permanecía atenta a cualquier maniobra que estas hicieran para disimularlas, como aplicarse Botox o acudir al bisturí. Pero, al tratarse de los zapatos que sus amigas tenían, su memoria se agudizaba. Por lo tanto, siendo los zapatos para ella algo tan importante, a lo largo de los años, había generado un rigoroso manual de uso, siendo indispensable que los zapatos se adecuasen al momento del día y a la actividad que iría a realizar. Tomaba su tiempo para sopesar las combinaciones con el cinturón, su bolso y el vestido, sin pasar por alto los guantes que portaría.
Aquel día no sería diferente. Solo basto ver el soleado cielo, para que la señora Hilda saliera de su casa a recorrer algunas tiendas, en busca de unos zapatos rojos de tacón alto, que pudiese combinar con el traje sastre que luciría en la cena que daban las Damas de la Caridad la siguiente semana en el club. En esos eventos no se dejaba pasar nada. Todas las señoras estarían atentas en no perder ripio en la manera que las demás mujeres vestirían, convirtiéndose cualquier descuido, en tema de cotorreo al presentarse la oportunidad.
La señora Hilda pidió a su conductor que tomara la calle Masaryk y la dejara en la esquina de la tienda de Christian Louboutin, donde, unas semanas antes, recordaba haber visto unos tacones de su agrado. Al entrar al almacén, las dependientas que ya la conocían de sus frecuentes visitas, la saludaron amablemente por su nombre. La señora Hilda no contesto. No gustaba responder al saludo de las vendedoras y sin dignarse mirarlas, se dirigió directamente a la estantería, tomando cada uno de los ejemplares para revisarlos minuciosamente, como si fuese a encontrar algún defecto en el lugar menos esperado. Ninguna de las vendedoras se atrevió a acercarse, prefiriendo esperar pacientemente a que la señora Hilda les solicitara su asistencia. Pasados algunos minutos, la señora Hilda hizo un comentario en voz alta, que ninguna de las dos niñas del almacén alcanzó a entender y con gran enojo en su rostro salió del almacén. Una vez en la calle, miro para todos lados como evaluando su siguiente opción y entro al almacén de Giuseppe Zanotti, luego, donde Jimmy Choo a pesar de que le ofendían los precios exagerados de esta marca y por último, pasó a la boutique de Roger Vivier. Al abrir la puerta del establecimiento y su mirada se fijó a manera de rayo, directamente en la esquina donde se encontraban dos preciosos ejemplares de zapatos rojos de tacón alto, del rojo más intenso que jamás había visto. Eran tal cual los había soñado. Velozmente fue hacia ellos, evitando que alguien pudiese tener la osadía de cogerlos primero. Tomó los dos en sus manos y estando ahí parada, sin molestarse en sentarse para probárselos, se quitó uno de los suyos y se probó uno de los zapatos rojos. Siempre acostumbraba a medirse el calzado en el pie izquierdo, que era ligeramente más grande que el derecho. Tuvo la sensación que le quedaba perfecto. Luego, se dirigió al asiento para probarse el par contrario. Se levantó y dio varios pasos por el almacén para apreciar cómo se sentía con ellos, dándose cuenta que el derecho le quedaba un poco suelto. Sopeso la situación y resolvió el dilema al ocurrírsele que lo podía rellenar con un poco de algodón en la punta. Aun no había visto el precio. Se los quitó y llamó a la dependienta. Al escuchar la cifra, sus cejas se arquearon notablemente. Era mucho más de lo que tenía planeado gastar, pero reflexionó que no iba a conseguir unos zapatos tan lindos fácilmente. De modo que luego de pagar, salió al instante hacia la esquina donde la esperaba el conductor.
Una vez en su casa, los desempacó cuidadosamente y se los puso una vez más. Subió y bajó las escaleras varias veces para familiarizarse con ellos. Pasó a la sala para mirarse en el espejo de cuerpo entero que había en la pared del fondo. Giró a la derecha y luego a la izquierda para observarlos desde todos los ángulos, comprobando para su satisfacción, que había hecho una excelente elección. Esa noche, soñó con sus zapatos y recreó, con lujo de detalles, los comentarios de admiración que sus amigas le harían al verlos. Incluso, ensayó algunas de las respuestas que les daría cuando le preguntaran por el precio. La señora Hilda era del parecer que uno podía confesar el valor de cualquier cosa menos lo que había pagado por sus zapatos. Le molestaba que le hicieran esas preguntas y menos aún que no se las respondieran, si ella la hacía. Cada día, antes de la cena en el club, saco los zapatos rojos de la caja para contemplarlos. Frotaba sus manos suavemente por la piel para sentir la textura. La sensación que le producía el cuero finamente trabajado era una de las cosas que más placer le daba en la vida. Minutos más tarde, los envolvía nuevamente en el papel de seda y meticulosamente los metía en la caja.
La semana paso y finalmente llego la noche esperada de la cena en el club. La señora Hilda decidió darse una ducha para refrescarse antes de salir. Pasado unos minutos, la señora Ambrosia, tocó a la puerta del baño para avisarle que le hablaba su hija desde Houston. Era una llamada de larga distancia y sabía que no podía dejarla a la espera. Golpeó varias veces, pero no obtuvo respuesta. Ambrosia alcanzaba a escuchar el chorro de la regadera golpear contra la baldosa. Alzó la voz, casi gritando, pero no le respondían. Ambrosia llevaba varios años al servicio de la casa, desde que era una adolecente, y siendo alguien de toda la confianza, resolvió abrir la puerta con reserva. Y en cuanto lo hizo, vio a la señora Hilda tirada sobre la tina, tiesa y con la boca abierta. Lanzó un grito estremecedor desde sus entrañas. Aventó el teléfono al suelo y corrió escaleras abajo chillando que estaba muerta.
La señora Hilda Artunduaga había muerto de repente, como la mayoría de las muertes, sin que se hubiese estrenado sus zapatos rojos de tacón alto.
Días más tarde, la familia y allegados de la difunta, resolvieron regalar su ropa, por considerar que eran cosas que bien podrían hacer falta a otros. Un acto de misericordia como éste, reconforta las almas de los dolidos de manera grata. De modo que los zapatos rojos, por suerte, le tocaron a una prima segunda que estaba en vísperas de casarse. Pensaron que un par de zapatos tan finos como esos, sería una prenda primordial para su ajuar. Beatriz Ruiz Artunduaga pocas veces había visto a su pariente lejana recientemente fallecida, pero al ver que eran unos Roger Vivier y que estaban totalmente nuevos, no dudó en aceptarlos con entusiasmo. Se los enseñó de inmediato a sus amigas, omitiendo el pequeño detalle de que eran herencia de una muerta, pues Beatriz considero que esos pormenores carecían de importancia.
Cuando se los enseño a su novio, le menciono que usaría los zapatos esa misma noche en la cena que le daba la familia, dado que combinaban de maravilla con el vestido color beige que había planeado ponerse para la ocasión. Joaquín, su novio, era de lo más complaciente y sin entender a qué vestido se refería Beatriz, simplemente asintió.
Horas más tarde, Beatriz alistó con esmero, cada una de las prendas que usaría. Ella, al igual que la difunta, era meticulosa en sus cosas y gustaba pasar lista a los detalles que había planeado. Puso sobre la cama con cuidado el traje, la caja donde sobresalían los zapatos rojos, un collar de perlas de Mallorca, con las arracadas compañeras y los demás elementos para su arreglo personal. Cerró la puerta de su recamara con llave y dejo pasar las horas confiada de tener todo bajo control.
Momentos después de vestirse, siendo las ocho, , sin que se hubiese aún calzado sus zapatos rojos, por el azar de las cosas que muchas veces desconocemos sus razones, su padre al servirle una copa de vino le ensució el vestido. Beatriz se molesto terriblemente y enfurecida, lanzó toda clase de palabras que el diccionario de la lengua mantiene en reserva y salió corriendo a su alcoba. Beatriz gritaba y berreaba sin poderse contener. Su madre, asustada, corrió con los nervios de punta tratando de ver que podía hacer para retirar la mancha. Abrió el closet y sacó otra bata que a su parecer podía servir. Pero el problema para Beatriz era más agudo, no solo no podía vestir su bata beige, sino que ninguno de los demás vestidos que tenía combinaba adecuadamente con sus zapatos rojos.
Fue tanta la descompostura y la alteración de Beatriz, que el pelo se le alisó completamente, dejando su cara, que no era por demás agraciada, como la que presenta un perro cuando tiene las orejas agachadas. Su madre, después de muchos intentos para consolarla, sugirió que podía comprarse un bello vestido en Miami durante la luna de miel. Por lo tanto, los zapatos rojos pasaron de la cama a su maleta.
Joaquín y Beatriz se hospedaron en un pequeño hotel de la calle diez en la zona de South Beach, por sugerencia de algunos amigos, considerado que era el epicentro de la actividad para los mejores antros (*), donde los dos iban a poderse divertir a su gusto. Al día siguiente de su llegada, Beatriz, corrió las cortinas de su habitación y pudo ver frente a sus ojos un mar infinito, de azul turquesa, del mismo color que el cielo. Por lo tanto pensó, que se encontraba en un lugar donde no parecía haber división entre paraíso y tierra. Unas gigantescas palmeras ondulaban sus ramas como abanicos, embrujándola con un sentimiento de alegría. Pensó que debía ser la novia más feliz del mundo. La noche anterior, Joaquín se había comportado con ella espléndidamente y las delicadas caricias habían superado con creces los fugases encuentros anteriores, sin que él procediera a darle la espalda y luego dormirse.
Feliz despertó a su esposo, dándole un cariñoso almohadazo en su espalda. Se sentó a su lado y mientras lo besaba tiernamente en la frente, le propuso ir de inmediato a disfrutar de la playa. Mientras se ponía el traje de baño, repaso mentalmente, como se escuchaba al decir Beatriz Ruiz de SolerGalvis y luego apuró a Joaquín para que se alistara. Sacó de su equipaje algunas cosas, entre ellas, sus zapatos rojos y los estuvo admirando unos instantes, mientras acariciaba la delicada piel. Luego los dejó en el closet en su misma caja.
Salieron del hotel y al cruzar la avenida hacia la playa, Joaquín notó que había olvidado la cámara de fotografía sobre la consola y le dijo a Beatriz que iría de prisa a la habitación para recogerla. Beatriz, por esta vez resolvió no decir nada y al encontrarse eufórica con la perspectiva de tomar un baño de mar, se lanzó, cruzando la calle para esperarlo al otro lado, sin percatarse que los carros transitaban de ambos sentidos y un golpe en seco la lanzó contra el pavimento. Se oyeron algunos gritos y los chirridos de llantas al frenar los carros más próximos. La premonición que había tenido Beatriz momentos antes, de que no había división entre cielo y tierra, era muy cierta.
Meses más tarde, Joaquín procedió a regalar toda la ropa de Beatriz. Los recuerdos eran demasiado duros para permanecer al lado de sus cosas, de modo que los zapatos rojos pasaron sin que se hubiesen estrenado, a su cuñada Guadalupe que calzaba media talla más que la difunta, pero que no estaba dispuesta a perder unos zapatos nuevos y con mayor razón cuando le explicaron lo exclusivos que eran los Roger Vivier. ¡Ni loca que estuviera!
Guadalupe era una mujer ya entrada en sus cuarenta, de complexión robusta y de piernas rellenas. Trabajaba en el negocio de la familia, que se dedicaba a la distribución de pollos para asaderos y restaurantes. Ella manejaba la cobranza y autorizaba los despachos de mercancía. Algunos decían, al conocerla, que no había quien hiciera mejor su trabajo porque ningún cliente quería tener que enfrentarse a ella. Manejaba las cuentas de la empresa con la misma rigidez que su hogar. Por lo tanto, su esposo Porfirio al igual que los críos, había aprendido a evitar tener cualquier discrepancia con ella.
Para Guadalupe, los zapatos rojos eran la perfecta indumentaria para ir al desayuno que acostumbraba tener con sus amigas en el Samborns de Plaza Satélite. Recientemente, había comprado una falda de mezclilla que se ajustaba a sus caderas resaltando sus atributos sensuales y los zapatos rojos, pensó ella, le darían un toque atractivo a su figura.
Lupita conservó los zapatos en su caja y con cierta dificultad, los guardó en la parte superior del closet porque ya no le cabía nada más en el reducido armario. En las noches los volvía a sacar y luego de admirarlos por unos momentos, los calzaba, casi atornillándolos para que le entraran sus pies. Estaba convencida, que con el uso irían cediendo poco a poco y que en cuestión de unos días estarían a punto para su desayuno.
El día del encuentro con las amigas se despertó a las nueve. Al ver la hora, no se alarmó, y se dijo que aún restaban dos horas para su cita en el restaurante. Tomó una taza de café negro, mientras esperaba que calentara el agua de la bañera. Una vez se hubo secado, se masajeo el cabello con una buena cantidad de gel brillante para darle realce. Se vistió tan rápido, que su respiración se escuchaba acelerada, como todo lo que ella hacía. Al ponerse los zapatos rojos, se dio cuenta que le iba a costar trabajo manejar los pedales del carro. Volvió a quitárselos, metiéndolos en una bolsa de plástico. Se los pondría al llegar. Revisó su agenda y recordó que debía pasar primero por la bodega donde trabajaba para firmar unos cheques. Su oficina no estaba muy lejos y por mucho que tardara, alcanzaba a llegar a lo sumo con unos minutos de retraso.
Una vez hubo llegado a la empresa, el lugar reservado para su estacionamiento lo había ocupado un camión. Bajó la ventana del carro y lanzó varios gritos buscando que alguien se acercara. Nadie apareció. Se molestó al ver que el guardián de la empresa no se encontraba en su lugar. Enojada, no tuvo más remedio que estacionarse media cuadra más abajo, frente a una obra en construcción.
Mientras le echaba llave a la cerradura del carro, una vez se hubo bajado, cayó desde arriba un bulto enorme de desechos de obra. Guadalupe, o Lupe, o Upe como solían llamarla, simplemente, quedó sepultada bajo los escombros. No había rastro visible de ella, ni siquiera una mano asomándose. Tampoco se escuchó ni un gemido de esta dulce señora. ¡Nada!
Algunas personas que se encontraban cerca, advirtieron lo sucedido al ver una camioneta Toyota parqueada en el lugar donde explícitamente se decía “No estacionar. ¡Peligro! Descarga de materiales.”.
Guadalupe no alcanzó a llegar al desayuno y pasados unos días, con gran tristeza de familiares y colaboradores de la empresa, le dieron sepultura.
Por sugerencia de la madre de Porfirio, el viudo de la difunta, repartieron la ropa entre familiares y algunos conocidos. Los zapatos rojos pasaron por mera casualidad a una mujer que vivía a pocas cuadras de los SolerGalvis, pero que nadie tenía claro lo que hacía. Debo decir que sospechas si había, pero nada que alguien hubiese comprobado. Por lo tanto, Jazmín Juárez Mantilla heredó los zapatos rojos Roger Vivier.
La señorita Juárez se sintió feliz al recibir los zapatos, ya que desde antes los había visualizado en sus sueños. Fue una grata sorpresa al calzarlos comprobar que eran de la talla de sus finos y delicados pies. El rojo acentuaría el color trigueño de su piel.
Dichosa con su suerte, recibió el regalo con el propósito de disfrutarlos tanto como lo hubiese hecho la señora Lupita. Esa misma tarde que se los dieron había quedado de encontrarse con un tal señor Edmundo, a quien no conocía, en un café de la Zona Rosa. Una amiga se lo había recomendado, entusiasmándola por tratarse de un conocido de finas maneras y generosidad.
La señorita Juárez vistió sus pantalones de cuero negro que se apretaban a sus piernas y pronunciaban sus nalgas, una blusa suelta de algodón blanca y por supuesto, los zapatos rojos. Pensó que no había necesidad de ponerse medias, luciendo mas casual de esa manera. Tomó un taxi que la dejó en la esquina de la calle Génova y siguió a pie. Jazmín juzgó que ella sabría cómo sacarle partido a esos tacones altos. Siendo así, al caminar calle abajo, varios de los transeúntes volteaban a reparar en el ritmo armónico de sus caderas, que Jazmín acentuaba con cada uno de sus pasos, a lo largo de la calle peatonal, avivando la imaginación de quienes la veían, maliciando el desenlace de la noche.
En el café la esperaba un señor maduro, de traje y corbata, de estatura mediana y mirada serena. Al acercarse ella, el hombre se levantó de su asiento y le preguntó si era Jazmín. El señor Edmundo tuvo una favorable impresión de su cita y le propuso fueran a un restaurante cercano que conocía, llamado “La Mare”. En el camino cruzaron pocas palabras. Es probable que se haya debido a la timidez de él, porque en cuanto a ella, poco le importaban los detalles personales de sus citas. Pidieron unos tequilas, que Edmundo pensó le ayudarían a romper la tensión. Bebieron algunas copas, mientras él le narró con detalle algunas experiencias de su vida y que Jazmín recibía como maceta con hueco. La cena, sin embargo, estuvo estupenda y se podría decir que ambos la disfrutaron, en especial las tostadas de camarón bañadas con chile habanero. Al terminar de comer, ya alegres por las copas bebidas, acordaron trasladarse al departamento de él que se encontraba no muy lejos de ahí.
Caminaron pausadamente por las calles hasta llegar al edificio. Adentro, después de que Edmundo sirvió unos tragos, tuvo la ocurrencia de elogiarle a Jazmín los bonitos zapatos rojos y lo bien que le lucían. Parecen finos, le dijo. ¿Qué marca son? Pero, Jazmín desconocía la marca y simplemente le respondió que los había comprado en un viaje que había realizado a Acapulco.
La noche avanzaba con lentitud y Jazmín no se quitó los zapatos rojos, dejando que estos asomaran por debajo de las sabanas. Ni se los volvió a quitar en muchas otras noches como aquella. Los zapatos rojos de tacón se convirtieron para ella en una especie de amuleto, que le daba poderes para excitar a la pareja de ocasión, con tal intensidad que nunca antes lo había podido hacer. Los susurros que antes escuchaba pronunciar a sus acompañantes con suavidad en la oscuridad, pasaron a ser aullidos, gruñidos y no sé cuantas más cosas, dándole también a ella placidez semejante a la muerte.
Muy pocos, y sólo algunos como ustedes, han tenido acceso a mi historia. Siempre quise ser lo más discreto al indagar sobre el paradero de Jazmín. Nadie supo decirme con precisión donde se encontraba. Lo más próximo que pude llegar en mis pesquisas, fue que había partido con un árabe que estaba de paso por la ciudad. Aventuraron a decir que, tal vez, había marchado a Marruecos y que en alguna ocasión envió una postal de ese lejano país. Pero, de los zapatos rojos no pude saber nada. Ni siquiera, si aún los conservaba cuando partió o si por algún misterioso designio, sintió la necesidad de regalarlos a otra persona.
Siempre me he preguntado el porqué de esas súbitas muertes, sin que se hubiesen por lo menos estrenado los zapatos rojos. Me aterra pensar si hubo otras desafortunadas mujeres que experimentaron la misma suerte, o seria una mera casualidad de algo que ya estaba previsto en la agenda de lo divino.
FIN
*Antro en México quiere decir bar, taberna o discoteca. No es un término peyorativo.