Mostrando entradas con la etiqueta NARRACIONES. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta NARRACIONES. Mostrar todas las entradas

26 de noviembre de 2009

El ahorcado de la cuerda roja

Susana madrugó esa mañana, preparó la papilla a sus dos hijos, luego los entregó a la vecina para que los llevara a la escuela, jaló las sábanas de la cama, se miró rápidamente al espejo para ver que todo estuviese bien y salió a tomar el autobús en dirección al hotel donde trabajaba. Al llegar, se apresuró a bajar sin darse cuenta que su vestido se enredó en la puerta y se había rasgado. Susana pensó que el día comenzaba bastante mal.

Su jefe al verla llegar, le hizo notar que eran diez minutos pasada la hora de entrada. Ella prefirió no contestar y más bien se puso el uniforme. Salió con el carro de aseo por los corredores e inició su labor. Al llegar a la habitación ocho veinticinco se percató que la chapa estaba forzada. Pero no le dio importancia al asunto, sin embargo anotó en su cuaderno como recordatorio, reportar el daño al área de mantenimiento. Mientras aspiraba la habitación, vio algo que colgaba dentro del closet; la puerta estaba entreabierta. Era común que los huéspedes dejaran cosas olvidadas y en algunos casos ni se molestaban en regresar a reclamarlos. Al abrir la puerta, de par en par, vio a ese algo colgando de una cuerda roja. Así fue como se lo hizo saber minutos mas tarde al Inspector Andrade, que se daba importancia al enroscarse el bigote.

- Era una gran masa que colgaba de una cuerda roja. - dijo Susana.
- Pero, ¿cómo que era una gran masa? ¿Es que no vio usted al hombre que colgaba del techo? - Preguntó el inspector.
- Bueno, claro…luego me di cuenta que era un hombre, pero lo que más me impactó fue esa cuerda roja… ¿me entiende usted inspector señor licenciado?
- ¿Señorita Encelote, que tiene de raro esa cuerda, si nos permite saber?
- Pues que es roja licenciado inspector. - Respondió ella.

Esta respuesta dejó al Inspector Andrade bastante desconcertado, pues claramente para él era una contestación absurda y que dejaba ver la poca capacidad intelectual de su única testigo, con la que contaba de momento. Miró de nuevo el cadáver, se enroscó varias veces el bigote y continuó:

- Señorita Empelote…
- Inspector, es señorita Encelote, por favor.
- Claro, claro, perdone usted mi equivocación. Como le decía, señorita Encelote, ¿conoce usted a este señor?
- ¿A cual señor se refiere licenciado?- dijo Susana.
- Señorita Encelote, me puede decir inspector a secas, ¿le parece?
- Sí, claro licenciado.

Los nervios del Inspector se iban acelerando y le hacían enrojecer los pómulos, factor que le recordaba los días de la prepa en esa detestable escuela, donde todos los chicos le apodaban “cachetes de fresa”. Esos días le traían recuerdos amargos, que había tratado de superar con bastante esfuerzo.

- Señorita Encelote, le pregunté si conoce al señor que se encuentra colgado de el closet de esta habitación.

Y con el dedo índice ligeramente curvo en la punta, señaló de manera decidida al sujeto que aún colgaba de la cuerda roja.

- Señor, usted me tiene confundida, ¿cómo cree que voy a conocer a ese señor si está muerto? ¿No lo ve usted?
- Claro que lo veo, -dijo el inspector,- ¿pero qué tiene que ver eso con el hecho de que usted lo conozca o no?
- Licenciado inspector, yo no acostumbro entablar relaciones con los mmm….

Susana hizo varios intentos para encontrar la palabra adecuada y que no sonara descortés para el muerto.

- …..con los extintos.
- Ya entiendo, - observó el inspector. - ¿Y sabría usted si alguien en el hotel lo visitó en algún momento?
- ¿A que momento se refiere inspector licenciado?
- A ninguno en particular señorita, es una pregunta de rutina. Verá usted, estoy tratando de averiguar si alguien conocía al señor colgado o desde cuándo resolvió ahorcarse.
- … ¿con la cuerda roja quiere decir usted?
- Si, eso mismo señorita Encelote.

Para ese momento, el asistente del inspector resolvió acercar un taburete al cadáver, se subió apoyándose en la puerta y comenzó a revisar los bolsillos de la chaqueta del difunto por si encontraba algún documento que pudiese clarificar la identidad del mismo. Sacó varios papelitos arrugados de los bolsillos y en uno decía “Susana Encelote, mi amor”. Leyó una y otra vez el mensaje escrito y pensó que era conveniente llamar al inspector a un lado para enseñarle su descubrimiento. El inspector al ver la anotación, arqueó su ceja y con un ojo acusador miró a la mujer que había reanudado sus tareas de limpieza en la habitación.

- Señorita Encelote, me dijo usted hace un momento que no conocía al fallecido, ¿es eso cierto?
- ¡Claro que es cierto! - respondió Susana con determinación.
- mmm…. ¿pues cómo explica usteddd…. que en el bolsillo del extinto, como le llama usteddd, se haya encontrado un papel donde está escrito su nombre y luego dice “mi amor”?

Los bigotes del inspector estaban a punto de quedar deshebrados y enroscados entre los dedos pulgar e índice. Era evidente que su ira se iba reflejando en sus mejillas y no había nada que hacer. Pero sabía que la tenía en sus manos. Que más rápido de lo que pensaba, iba a resolver un caso más en su larga lista de exitosas investigaciones. Sentía que su pecho se expandía ligeramente, ensalzando su conocida habilidad, que no tardarían sus jefes en reconocerlo, por qué no decirlo así.

- Inspector licenciado, yo me llamo María Susana de la Cruz Sagrada Encelote Ramírez, a sus órdenes…y no veo qué tiene que ver con lo que dice en ese papel. ¡Claramente ese no es mi nombre!
- ¿Así que esas tenemos?

El inspector Andrade acercó una silla y se sentó frente a su interrogada. Sabía que estos procedimientos ejercían presión e intimidaban a las personas. “Un poco de miedo suelta la lengua”, solía decir.

- Señorita Encelote, creo que usted quiere jugar con nosotros. ¿Es eso cierto? ¿No se da cuenta que está frente a la máxima autoridad y que si no comienza a cantar enseguida, la voy a esposar y llevármela a la comisaría?
- Licenciado, yo no estoy jugando y no sé qué pueda hacer yo por usted si me pongo a cantar. Ahora bien, si eso es lo que quiere, no tengo ningún problema en echarle una de Gloria.

El inspector no esperaba esa respuesta y menos aún, que esta señorita, que claramente era una imbécil, mantuviese una actitud tan despreocupada ante sus amenazas.

- ¿A qué Gloria se refiere? ¿Era amiga del señor del armario?
- ¡¡Nooooo!!! Que si quiere le canto una canción de Gloria Trevi. - dijo Susana.

El inspector alargó el papel de la inscripción y se lo enseñó a Susana.
El ayudante seguía encaramado encima de la silla, tratando de desamarrar la cuerda roja para bajar el cuerpo inerte. Pero el peso del cadáver le hacía difícil cumplir con su tarea. Por momentos abrazaba el cuerpo por la cintura, pero al alzarlo, este se escurría dejando su chaqueta a la altura del cuello. Si soltaba el cadáver y se dedicaba al nudo, el cuerpo comenzaba a dar vueltas enroscando la cuerda. Al parecer, ni el inspector ni la señorita Encelote, a pesar de que observaban las engorrosas maniobras del ayudante con el difunto, tenían la intención en ayudarle.

Susana cogió el papel de las manos del inspector y lo miró como quien observa un aguacate para saber si está maduro o no. Le dio vuelta varias veces, tratando de entender lo que ella misma no sabía. Había visto este mensaje antes, de eso estaba segura. Pero dónde, cuándo y por qué eran preguntas que no lograba aclarar. De repente, apareció una amplia sonrisa en su boca, dejando entrever algunas amalgamas de oro al reconocer la escritura de su padrino, cuando hace apenas unos días, le envió un ramo de preciosas margaritas por su aniversario. Su padrino Euclides siempre hacia esto. Entonces pensó, que a lo mejor a ella se le había caído y el colgado lo hubiese recogido por alguna extraña razón. Dio vuelta al papel y vio que tenía escrito un teléfono.

- Señor licenciado inspector, creo que usted ha pasado por alto ver que al reverso del papel hay un teléfono, - dijo Susana con algo de malicia, poniendo en evidencia la brutalidad del inspector.
- ¿Y de quién es ese teléfono, si se puede saber?
- Susana se encogió de hombros y dijo - ¿Por qué no le llama ver quien contesta?

El inspector Andrade no apreció la sugerencia de la señorita Encelote, pero tuvo que reconocer para sus adentros, que era una medida evidentemente práctica.
Tomó el teléfono de la mesa enseguida de la cama y marcó el número de manera decidida. Se llevó las manos al bigote mientras sonaba un timbre repetidamente.

- Señorita Encelote, ¿no va a contesta su celular? ¿No ve que le está timbrando?
- Licenciado inspector, no es el mío el que timbra, es el suyo creo yo. El ruido ese sale de su bolsillo.

El inspector sacó su celular y efectivamente timbraba. - ¿Quién podrá ser? - se preguntó. Era bastante inoportuno que alguien le interrumpiese en un momento así. Abrió la tapa del celular para contestar y dijo:

- ¡Bueno! ¡Bueno!

Cada vez que decía bueno, sonaba un eco al otro lado del aparato, que repetía al unísono: ¡Bueno! ¡Bueno!

En vista de que nadie le hablaba y simplemente se limitaban a repetir lo que él decía, resolvió colgar. Le ordenó a su asistente que no molestará más al muerto y llámase de inmediato al encargado del hotel para hacerle unas preguntas. Froto sus ojos con sus manos y luego los abrió echando su cabeza hacia atrás. Era demasiada la responsabilidad que debía afrontar a diario.

Pocos minutos después, apareció el señor Potente con un tabaco a medio mascar en su boca. Vestía un pantalón gris bastante arrugado y una blazer azul que dejaban ver algunas manchas en la solapa. Tenía el botón de arriba de la camisa desabrochado y una corbata de rombos verdes con un nudo bastante minúsculo que pendía mas debajo de su cuello.

El señor Potente era persona de pocas palabras y más bien de trato cortante. No estaba dispuesto a que le hicieran muchas preguntas y menos que lo pusieran incomodo. No obstante, al verse frente al inspector trato de mantener la calma.

El inspector lo miro de arriba abajo, sin disimular que lo estaba revisando en su totalidad. El aspecto que presentaba el señor Potente no fue de su agradó y claramente se lo hizo notar con la expresión de su cara. Con un dedo le hizo una seña para que se arrimara y tomará asiento.

- Señor inspector, le pido que vayamos directo al asunto porque tengo que atender la recepción -. Le dijo el señor Potente.
- No tenga cuidado, seré breve y al punto. Dígame, ¿conoce usted a este señor que cuelga del armario?

El señor Potente voltiò a mirar por un momento el cuerpo inerte que colgaba de la cuerda roja y vio que lentamente daba vueltas a la derecha y luego a la izquierda por inercia.

- No le conozco -. Respondió Potente
- ¿Como es que estaba alojado en una habitación de su hotel y no le conoce? ¿No lo registro usted cuando llego? Se precipito en preguntarle el inspector.
- No fui yo.
- Ah nooooo…. ¿entonces quién pudo ser, señor Potente?
- No lo se.
- ¡Cómo que no lo sabe! ¿Cuántas personas atienden la recepción?

Para ese momento Susana pensó, que podía contribuir con alguna información útil y se apresuró a contestar:

- Inspector, inspector, licenciado, vea usted, también la esposa del señor Potente atiende la recepción. Es mas, a los clientes les encanta que ella los atienda.
- Ya veo – dijo el inspector – ¿y donde se encuentra la señora Potente?


Tanto Susana como el señor Potente se miraron sin saber quien debía responder. El inspector cambiaba de ojo para observar las reacciones de cada uno sin perderse el más mínimo detalle. Su entrenamiento en la policía había sido muy riguroso en este procedimiento.

- El señor Potente contesto al cabo de unos instantes – le duele la cabeza.
- Es lamentable esta situación señor Potente – le dijo el inspector mientras caminaba a su alrededor – ¿y desde cuando tiene el dolor de cabeza? –
- Desde anoche.

El inspector era rápido en llegar a conclusiones, no necesariamente avaladas por los hechos, pero pensaba que sus hipótesis daban píe para resolver los misterios de manera mas rápida. De modo que, mientras seguía caminando alrededor del señor Potente, miro para el techo y comenzó sus capitulaciones de manera ordenada como quien sigue los pasos de una receta culinaria. Muy bien, se dijo, “sabemos que la señora Potente, a quienes los clientes gustan que les atienda, registro al colgado en la tarde de ayer, luego le dio un dolor de cabeza y es de presumir que el ahorcado estaba muerto desde anoche, dado que la señorita Encelote lo encontró esta mañana”. Todo parecía encajar. Ahora bien, por que lo mataron era la pregunta que debía resolver a continuación.

- De modo señor Potente, que su esposa registro al señor colgado ayer tarde. Al parecer le conocía desde antes ¿no es cierto?
- No lo se – contesto a secas, pero en su cara se vislumbro una reacción de enojo.

Ese gesto en la cara del señor Potente intrigo al inspector y pidió hablar con la señora Potente. Le pidió a su asistente que la trajera en el acto. Una vez entro la señora Potente a la habitación, el inspector pudo percatarse de las magnificas cualidades que sin duda eran los que motivaba a los clientes a querer ser atendidos por esta dama. Una falda estrecha le ceñía los muslos de manera muy sensual y mas abajo aparecían unas piernas bien formadas. La señora Potente al darse cuenta del descaro con que la miraba el inspector, se llevo una mano a la cintura y le pregunto para que la había mandado a llamar.

La simple presencia de esta delicada señorita, puso al inspector de mejor humor y su semblante pareció cambiar súbitamente. Había ciertas fuerzas de la naturaleza que tenían la capacidad de producir milagros instantáneos, pensó el inspector. Y abruptamente hizo levantar al señor Potente de la silla para que la señora Potente estuviese más cómoda.

- Es un verdadero placer conocerla señora Potente – dijo el inspector con un tono bastante afectado.
- Es muy amable inspector, es muy considerado de su parte – repuso ella a sabiendas que sus palabras tendrían el efecto deseado.
- Vera usted señora Potente, ¿cree usted que el señor del armario se haya ahorcado solito, así no mas?


Ella, dio media vuelta en su asiento y miro el cuerpo del ahorcado que pendía de la cuerda roja, no sin sentir cierta afectación que la hizo girar de nuevo, llevándose las manos a la cara y soltó un ligero gemido desde lo profundo de su garganta.

El inspector sintió vergüenza por su descaro, al haber obligado a la señora Potente a tener que ver al muerto sin previa preparación para ello. Seguro, pensó él, que le había causado una terrible impresión. Súbitamente saco el pañuelo de su bolsillo y se lo extendió para que se secara sus dulces lagrimas.


- Perdone usted señora Potente, he sido muy descortés tratándose de una dama….mmm... – vacilo en buscar un adjetivo adecuado, pero al no encontrarlo continuo – como usted.

De inmediato dio orden a su asistente que bajara el cuerpo ese de cualquier manera y lo enviara a la morgue, donde debía de estar desde hace rato, puntualizo.

Era evidente que el señor del armario se había ahorcado por aburrimiento o cualquier otra razón. A lo mejor, por tener una esposa que lo acosaba constantemente. Era su teoría que esa era la principal causa de los suicidios y mas aun, de los hombres que recurrían a la horca de manera desesperada, en represalia a la infame conducta de la cónyuge.

El inspector procedió a disculparse de nuevo ante la señora Potente y le aseguro que todo estaba resuelto y que no había ninguna razón para molestarla ni un minuto más. De todas formas, se dijo, valía la pena dejar un pretexto para volver a verla mas adelante.

- Señora Potente, vera usted, si me lo permite, a lo mejor….me entiende, deba regresar mas adelante para aclarar algunos detalles con usted – le tomo el pañuelo de sus manos y se lo llevo a su nariz para poder aspirar su fragancia – será cosa minima, es una simple rutina nada mas.
- Claro, claro inspector. Venga cuando quiera. A mi esposo y a mi nos dará gusto atenderlo como es debido – le dijo ella con cierto remilgo.
- Bueno, con su esposo ya hable todo lo que tenia que saber. Ha sido él muy elocuente en todas sus explicaciones.

Le hizo una reverencia a la señora Potente y sin determinar a los demás presentes, salio de la habitación.


Noviembre 2009

11 de noviembre de 2009

Un lamento desesperado

Vimos a Sofía partir jalada contra su voluntad por Raúl. Es difícil borrar esa imagen de mi mente, cuando vuelvo a recordar sus suplicas en medio de sollozos y gemidos de terror.
El desconcierto de todos era enorme y nos partía el corazón al ver el rostro descompuesto de Manuel. Todos teníamos miedo. Un miedo de esos que te contrae los músculos y te impide reaccionar ante los acontecimientos. Éramos espectadores indolentes e inútiles ante el caos, resignados a que hicieran de nosotros lo que quisieran.

El calor punzante y la humedad del bosque hacia que nuestra transpiración brotara de los poros como chorros de manguera. Sentí que Pablo trataba de levantarse y rápidamente, con coraje, lo empuje contra el suelo. No quería que nada, ni nadie pudiese delatarnos. Por mi mente pasaban imágenes incongruentes, aceleradas como una película a alta velocidad, de esas que se ven cuando el proyector descarrila el acetato y termina por quemarlo. No recuerdo nada más. Ni siquiera sentí el dolor en mis rodillas después de estar de cuclillas tanto tiempo. Tampoco sé cuánto duró todo esto, pero trataré de reconstruir los hechos lo mejor que pueda.

Es difícil decidir por donde empezar y casi seguro que los acontecimientos no tendrán una secuencia ordenada. Pero en aras de que se entienda quienes éramos, comenzaré por decirles que teníamos muchas cosas en común. Éramos un grupo de estudiantes de antropología de la UNAM, que a lo largo de varios semestres habíamos desarrollado una gran amistad y un entrañable compañerismo. Manuel y Sofía se habían flechado desde un principio y era tal su unión, que para todos se habían convertido en un solo ser, de tal manera que nos divertía referirnos a ellos como “Ma-So”. Manuel era un tipo romántico, educado a la antigua, con grandes gestos de galantería. Su voz era siempre suave y nos hacia sentir bien con lo que decíamos. Era a él a quien acudíamos para contarle algún secreto. Simplemente sonreía y nos dejaba hablar. Sofía era la niña linda, con gran dulzura en todos sus movimientos y siempre vestida en colores pálidos, realzando sus ojos azules y los cabellos dorados.

Luego estaba Andrés, que era la clase de persona que uno siempre desea tener como amigo. Invariablemente con una carcajada y un chiste a la mano. Podíamos esperar cualquier cosa de el, porque siempre tenía algo divertido para compartirnos y hacernos reír. María era la estudiosa y la que imponía algo de cordura a nuestro grupo. De gran corazón, procurando hacer cualquier cosa por cada uno de nosotros. Pablo pasó a ser el último en entrar al grupo y fue por la mera casualidad de su corto noviazgo con María, pero al cabo de ese lapso, ya era parte de todos nosotros. Era el más osado, expresivo y directo en todos sus actos. Bohemio por naturaleza y no faltaban sus frecuentes resacas cada dos o tres días. Y por ultimo estaba yo, el más pequeño del grupo y no en mal término la “mascota”, para quienes era costumbre cuidar de mí. Eramos seis. Seis estudiantes, seis amigos, seis personas que formábamos una familia cerrada con total devoción a nuestra hermandad.

Al terminar el semestre de estudios, decidimos aventurarnos a emprender una excursión hacia el sur del país, con el ánimo de ver por nuestros propios ojos algunas de las maravillas, ciudades y ruinas que fueron parte de nuestro curso. Andrés aportó el coche; una camioneta tipo combi, que a pesar de sus años andaba de maravilla, no obstante sus frecuentes recalentadas, teniendo que hacer alto en el camino para que se enfriara el motor.

Dado la época del año, en la medida que íbamos descendiendo hacia el sur, el calor se acentuaba cada vez más insoportable, de tal manera que era requisito mantener los vidrios de la combi abiertos, permitiendo que nos invadiera una ráfaga de viento húmedo y el incomparable olor de la vegetación de matices verdes.

Al cabo de varios días llegamos a la Reserva Especial de la Biósfera, “Selva de Acote”. Esta reserva, tiene una extensión de cerca de cincuenta mil hectáreas, que incluye a las llamadas selvas de los Chimalapas, Uxpanapa y el Ocote, que tienen una compleja biodiversidad.

Al pasar Tuxtla Gutiérrez, vimos el letrero al borde de la carretera que señalaba “Ocotal” a 90 kilómetros, para la cual tomamos la carretera 190 y en Ocozocoautla dimos giro por la ruta 53 que nos condujo al pueblo de Apic-Pac, donde encontramos la entrada de la reserva. Era evidente que la vida en esta zona se sustentaba por las insistentes lluvias y el empuje de los torrentes de los ríos La Venta, Encajonado y Cacahuanón.

Pudimos ver una abundante vegetación. El lugar tenía para nosotros un gran interés por su pasado, al ser centro de importantes culturas prehispánicas como los Zoques, que habitaron en los Cerro del Ombligo y el Cerro de la Colmena.

Eran las seis de la tarde cuando llegamos y el sol aun penetraba las espesas ramas de los árboles. Rápidamente nos despojamos de las ropas, aprovechando un riachuelo cercano. Nos zambullimos sin ningún reparo ni malicia de lo que pudiese haber en sus aguas. Nos sentimos realizados al experimentar una sensación maravillosa de libertad, rodeados por la exuberante naturaleza y los sonidos de pájaros extraños. Eran tan agudos que por momentos pensamos que podían provenir de personas, lanzando mensajes secretos.

María nos encargó diversas tareas, como traer la leña para la hoguera, organizar los toldos, encender las lámparas Coleman de gasolina blanca e iniciar los preparativos de la cena. La cocina era una actividad que alternábamos, pero preferíamos a Andrés por su platillo de espaguetis a los que les improvisaba diferentes salsas.

Esa noche decidimos sacar el par de botellas de vino que habíamos comprado días antes en Oaxaca. Las descorchamos y nos dimos a beber en vasos plásticos que compartíamos. Nuestro campamento estaba lejos de cualquier rastro de civilización, aislados en medio de un universo únicamente para nosotros.

No debió de haber pasado una hora desde que nos acostamos, cuando escuchamos los gritos aterradores de Sofía provenientes de una de las carpas. A medida que fuimos saliendo, vimos a tres tipos, mal encarados y de estatura baja. Cada uno portaba una escopeta y nos apuntaban de manera decidida, haciendo constantes movimientos con sus armas para señalar a cada uno de nosotros. Aun con la poca luz que teníamos, nos percatamos por el color cobrizo de sus caras, que los tres hombres eran indígenas. Hablaban al tiempo y de manera insistente nos decían cosas; palabras sueltas en español, mezcladas con lo que creímos ser algún dialecto. Los movimientos de sus armas indicaban que nos agacháramos y pusiéramos nuestras manos en alto. Dudando de haber entendido sus instrucciones, nos mirábamos unos a otros, sin atrevernos a decir palabra.

Entendimos que Raúl era como el jefe, porque constantemente les daba órdenes y a su vez los otros dos le llamaban por su nombre. El más grueso de ellos entró por turnos a las carpas a explorar nuestras pertenencias. Escuchábamos como tiraba las cosas, haciendo exclamaciones de disgusto cuando al parecer no hallaba lo que deseaba. Al cabo de unos momentos, salió y pasó revista a cada uno de nosotros. Sus manos sudorosas se detuvieron por varios minutos en sus senos de Sofía, que vestía una camiseta de algodón blanca pegada a su cuerpo. Manuel trato de intervenir, pero de inmediato otro de los indios con la culata del arma, le profirió un duro golpe en sus entrañas. Nos quitaron los relojes y el mío en particular fue el que más le gusto a Raúl, quien se lo puso de inmediato.

Siguieron varios momentos de indecisión y angustia; los indígenas lanzaban gritos contra alguno de nosotros, sin razón alguna. Nos apretábamos los unos contra los otros, con la esperanza de protegernos. De pronto nos percatamos que de nuevo miraban a Sofía con bastante insistencia y hacían comentarios entre ellos, con risas y depravados gestos. Sentimos crecer la tensión entre nosotros, ignorantes de los que podíamos hacer. Éramos insignificantes ante los hechos y solo nos quedaba rezar para que todo pasara rápidamente.

Raúl se acercó a Sofía y de nuevo pasó sus manos lentamente por sus pechos de manera lúbrica, mirando a Manuel, que a esas alturas, sabían que tenía algún tipo de conexión con la chica. Su arma apuntaba, apoyándola contra el estómago de Manuel mientras continuaba el manoseo. Sofía y Manuel se miraban sin parpadear y lentamente comenzaron a escurrírseles las lágrimas ante la humillación y el miedo. Escuché a Pablo susurrarle a Manuel que se estuviera tranquilo.

- Tranquilo hermano, tranquilo. Ya va a pasar. Es mejor que mires para otro lado, no vaya ser que te dé por hacer alguna pendejada.

La voz de Pablo salía de su alma como si fuera una canción de cuna, tratando de dormir un niño. Las exclamaciones de los indios se intensificaron y su excitación amenazaba con acometer una acción descontrolada, producto de la brutalidad.

Al cabo de unos instantes, Raúl agarro la mano de Sofía y la jalaba hacia el bosque. Ella, oponía resistencia y comenzó a lanzar lamentos desesperados para que Manuel la auxiliara. Era indudable la fuerza del hombre que la arrastraba, considerablemente superior a cualquier forcejeo que Sofía pudiera realizar. Todos mirábamos y nada hacíamos. Ahí quietos como figuras de asco, producto del terror. Era evidente lo que iba a pasar. Y así fue que cuando sentimos los primeros clamores provenientes del mas allá, nos tapamos los oídos tratando de evadir la tragedia que presentíamos.

A partir de ese instante, mi vida se nubló por completo. Me aislé en la nada, para ocultar mi cobardía; con la esperanza que la “nada” cambiase nuestro destino. Sólo veo el rostro de agonía de mi amigo una y otra vez y el espanto regresa a mi alma. María me abrazó por largo rato y luego me dijo que ya todo había pasado.

Octubre 2009

Un grito al silencio

Hoy es un día más sin verte. Uno más de tantos que vamos dejando atrás. Sin embargo, todos los recuerdos parecen estar tan frescos en mi cuerpo que podría palparlos con mis manos. Por momentos pierdo la noción del tiempo y mis sentimientos me llevan a pensar que vivimos nuestra historia otra vez. Percibo en mi piel el contacto de tus brazos, el roce de nuestras mejillas juntas deslizándose suavemente para encontrar tus labios. Veo tus ojos en mis ojos. Inmovilizo los instantes en los que tu respiración penetra mi cuerpo. Somos una sola esencia en ese momento y siento el éxtasis del firmamento ante esa descarga descomunal de amor. Susurramos palabras inconclusas dándonos a entender lo que profesábamos el uno por el otro, forjando en nuestras almas la certeza que viviría así para siempre.
¿Qué paso?
¿Cómo pudiste renegar del ensalmo de nuestro amor?
¿Cuándo te volviste indiferente al contacto de nuestros corazones?
Intento alejar la intromisión de estas preguntas cuando me invaden en la noche como seres fantasmales martillando mi mente con respuestas que no tengo. Grito al silencio y ahogo mi llanto en la almohada. ¡No tengo respuesta, no entiendo nada! Solo se que hay un vacío enorme en mis entrañas que asemeja a una oscuridad macabra y crea en mi una huella de locura.
Hoy es un día más sin verte. Uno más de tantos que hemos dejado atrás. Y sin embargo mi amor por ti crece en la distancia con la rebeldía de no quererme desprender, con la negación total de saber que ya no estas conmigo. Pero aun así, te siento en mi y pienso que ni el mismo sol, ni las estrellas, ni el mismo mar o el infinito pueden ser como éste amor, ni más bonitos.
Te atraigo hacia mí, cuando miro a través de la ventana el paisaje de la ciudad. Así lo hacíamos los dos. Gustábamos descubrir el atardecer, la suavidad en los movimientos de las nubes, los colores pigmentados que iba dejando el sol al declinar y el titilar de las luces de los coches al transitar. Esos momentos adquirían en nosotros un significado de amor divino. ¿O no era así? ¡No me contestes, que no deseo saber otra verdad! Prefiero el arrebato de tus besos sobre mi cuello y la sensualidad de tus dedos entrelazando mi cabello, las sensaciones insaciables que me produce tu cuerpo.
No estoy seguro cuantas conversaciones he tenido contigo desde que ya no nos vemos. Cuantas palabras para expresar como es grande mi amor por ti. Me miras fijamente a los ojos. Me sonríes. Siento que gozas con esas palabras. Siento que también me las dices a mí, pero no te escucho. Me abrazas pero ya no te siento. ¿Dónde estas? ¿Te ruego me digas dónde estas?
Hoy es un día más sin verte. Uno más de tantos que hemos dejado atrás. La añoranza que tengo de ti me oprime y me persigue como un caudal desbocado. Me arrasa sin contemplación dejando una gran melancolía a su paso. Grito tu nombre a los vientos que cruzan los cielos, con la esperanza de que penetren tu alma y te hagan volver a mí. Que los vientos arremetan contra una historia que no debió cambiar, cincelada sobre piedra dura y que las lunas prometían preservar por varias vidas. Imploro a los cielos que haga justicia y que permita al amanecer que florezca de nuevo nuestro amor como botones en flor.Hoy es un día más sin verte. Uno mas de tantos que hemos dejado a tras. Te beso mil veces sin lograr saciar mis deseos e imploro que no olvides ni un segundo como es grande mi amor por ti.


Marzo 2009

Numero veinticiunco de la Rubinstein Strasse

Me llamo Hans Friedrich Von Flemming. Por supuesto que tengo algunos otros nombres de familia, aun así, mi modestia me obliga a ser discreto. Estoy seguro que los demás reconocen los rasgos finos y nobles de mi linaje. Nací aquí, en esta mismísima Rubinstein Strasse, en el numero diez y no son ciertas las habladurías que aseguran que no fue propiamente dentro de la casa, sino como un cualquiera, en la simple calle debajo de la gran escalinata que asciende al portón principal de la mansión. Por supuesto que, eso no es cierto y sin duda, mi llegada a este mundo debió ser de gran trascendencia y cotilleo permanente entre las esferas distinguidas.

Créanme, que si hoy día habito bajo los escalones de la casa, es por simple voluntad, no tiene nada que ver con que la casa se encuentre deshabitada y le hayan clavado tablones de madera en forma de cruz en las ventanas para impedir su acceso.

Pero no nos detengamos en esas pequeñeces, mas bien, déjenme contarles lo que sucede en esta calle. En el numero 12 a pocos pasos de mi morada, hay una tienda muy particular donde venden chocolates rellenos de finos caramelos y otras exquisiteces. La dueña, Frau Gertrude, es una dama de gran tamaño y voz ronqueta, que a las diez de la mañana me reserva mis dos o tres trocitos. Por lo tanto, a esas horas la espero cumplidamente en la acera y la escucho venir, pisando fuerte al caminar con sus botas militares. Sus manos de inmediato se posan en mi cabeza y me sacude el cerebro con tal energía, que si no fuese por la recompensa de los dulces, sin duda, la hubiese mordido hace tiempo. ¡“Guten Tag mein Hund” (1)! Esta alemana de los Alpes Bavaros, Frau Gertrude, nunca aprendió a decir nada interesante. Dizque “Mein hund”; que perro ni que pan caliente. ¡Boba regorda!

Luego mi ruta es la panadería que se encuentra en la esquina, en el numero 19. Siempre iba resuelto a poner la peor de las caras, desconsolado de hambre por haber aguantado bastante frío durante la noche. En la “Köstliches Brot” (2) iniciaban operaciones muy temprano en la madrugada y sus hornos despedían una aroma que flotaba como danza árabe cuesta abajo por la calle. El señor Frank, según dicen las señoras que frecuentan el lugar, es quien hace la mejor baguette del vecindario, caliente y crujiente. Es de aspecto bonachón y lanza a cada rato una estruendosa carcajada, dejando ver algunos huecos negros entre diente y diente. Su esposa le ayudaba en la parte trasera de la tienda y manejaba los hornos. Este arreglo era muy conveniente al señor Frank, dado que le permitía rozarle las nalgas a más de una de las asiduas parroquianas y éstas, entre risas y remilgos, le consentían esos dulces placeres. Hacia las once de la mañana, la tienda esta normalmente libre de cualquier visitante y el señor Frank me espera con un tazón de leche hervida y unos trozos de su delicioso pan.

Para mi sorpresa, en alguna oportunidad descubrí, que había otros canes esperando en la puerta, como si conocieran mi rutina y tuviesen deseo de usurparme mis privilegios. Ciertamente sentí algo de angustia, pero prevaleció mi determinación y me acerqué con los pelos erizados, remangué mis labios enseñándoles mi dentadura, lancé unos gruñidos terribles, que por mi experiencia, producían un miedo terrible. A medida que me acercaba, los impertinentes chandosos no se alejaban, por lo tanto, me vi forzado a intensificar mis ruidos y movilicé mis orejas hacia atrás. Estas pericias siempre daban resultado, pero me dejaban exhausto, despertando una apetencia y más anhelos por esa leche con nata que me era tan familiar.

Luego, regresaba a mi habitual refugio para descansar un rato, pues es bien sabido, que no conviene abusar del ejercicio y menos aun, meterse donde no se debe. De modo, que me recogía discretamente, dejando siempre un ojo entre abierto por si las dudas. Desde ese rincón controlaba la calle y divisaba pasar los mismos caminantes de rutina a la hora de siempre. Siempre fue así en la Rubinstein Strasse y los residentes se vanagloriaban con la idea de que nada acontecía en su calzada. Los días pasaban y el silencio era igual durante el día que durante la noche.

Ahora bien, lo que realmente importa y deseo compartir con ustedes, es que hace algunas semanas, minutos después de tocar la campana de la iglesia que señala la una de la tarde, en el número 25, diagonal de mi casa, salió a pasear el señor Weiterhin. Pero en esta ocasión lo acompañaba una tierna cachorrita de raza Field Spaniel, color champaña. A su vez, esta salía de su casa muy campante, tomando la delantera, con su cabeza erguida, sus orejas caídas y unos ojos lánguidos. El sol parecía festejar su presencia, lanzándole rayos de luz que le daban un especial encanto a su cabellera. Y desde ese mismo momento conocí bien su nombre, Lilian Brøgger. Comencé a seguirla con mis ojos durante su recorrido diario y de memoria llegué a conocer cada uno de sus árboles preferidos.

Esos momentos eran para mí, un tiempo de ensueño, permitiéndome recrear en mi mente la manera de declararle mi amor y alimentar las palabras que la harían entregarse a mis brazos, sin freno, sin consciencia y libres los dos para disfrutar la unión de nuestras almas.

Un día, el señor Weiterhin dio rienda suelta a Lilian y esta corrió hacia mí. Temeroso de alejarla si hacía algún movimiento, preferí permanecí en mi sitio. Sabía que el tamaño de mi físico, podía ser algo intimidante.

Giró varias veces a mí alrededor, inspeccionándome con considerable interés.

Volvió a girar una vez más hasta que su mirada se detuvo fija ante mis ojos. Yo no se de donde saqué el valor, pero, de manera resuelta moví mi cola en señal de amistad. Esta cualidad que tenemos los perros, nos hace más idóneos para manejar las relaciones interpersonales y más sensibles a la convivencia humana. Lilian me respondió de igual modo y con sus pequeñas fosas nasales me olfateó profundamente.

Había escuchado siempre que hay que desear para poder atraer y yo, la había deseado con todas mis fuerzas. Y ahí, frente a mí, tenia la imagen viva de tantas horas y días de ensoñadoras fantasías; de desarrollar fabulosas historias y repetir mis sueños una y otra vez.

A partir de ese momento ya fuimos dos y la placidez de nuestra vida cotidiana adquirió un nuevo ingrediente de pasión y desasosiego. A Lilian la tenían muy vigilada y por alguna circunstancia no veían con buenos ojos su relación con géneros y crianzas tan distintas. Hay quienes se caracterizan por esas reglas que definen lo que conviene, dejando poco espacio para la libertad de nuestras emociones.

Pasó el verano, luego lentamente las hojas de los árboles se ponían amarillas y otras empezaban a caer. Ocasionalmente los vientos soplaban con rigor por la calle y era frecuente largas horas de lluvia.

Para mí, esos días parecían no terminar y envolvían mi alma en nostalgia y desesperanza. Lilian ya no salía a la calle.

Era terrible no saber qué hacer. A quién preguntarle. De quién recibir una justa respuesta que pudiese tranquilizar mi corazón y apaciguar la angustia de mi amor.

Así, sentí sonar las campanas de la iglesia que marcaban las horas de cada ciclo. Hasta que un día, ya tarde, vi llegar un coche sedán, conducido por un chofer que bajó y se apresuró abrir la puerta trasera. Momento después salió una señora elegantemente ataviada con abrigo de piel. Sostenía con su mano derecha un collar perlas que daba varias vueltas alrededor de su cuello. Con la otra, acomodó su sombrero. Con paso ligero y decisión, se acercó y dio varios golpes en el portón de la casa. La lluvia comenzaba a caer y el cielo súbitamente se cubrió de nubes dando un aspecto lúgubre a los acontecimientos que estaban por acontecer.

Pasaron unos minutos, o tal vez solo fueron segundos, que para mi fueron eternos. Inesperadamente me invadió un presentimiento que no podía alejar de mi mente.
La señora entró a la casa y yo esperaba afuera sin saber que pasaba.

Momentos después, vi que el chofer salió de nuevo del coche y abrió la portezuela. Luego, la señora salió y de tras de ella, Lilian, que de un salto brincó sobre el asiento. Sonaron dos puertas, se encendió el motor y lentamente presencié que el carro se alejaba.

Me apresure a correr ladrando, con la ilusión de que una fuerza superior pudiese interceder en esos momentos por mí. Dimos vuelta a la esquina y vi que Lilian se asomaba por el vidrio trasero. Me miró, solo me miró y supe lo que quería decirme. Esas palabras sin sonido me llegaron al alma. Cosas que sólo un corazón enamorado puede entender. Entendí que a cada momento se distanciaba nuestro destino y yo en ese instante, moría en vida.

(1) Guten Tag mein Hund” = Buenos días mi perrito
(2) Köstliches Brot = pan delicioso


Mayo 2009

Momentos cruzados

Byron cruzo el Madison Square Park por la calle 25 en dirección a Broadway. Era una tarde fría con cielo nublado. Aun siendo las cinco de la tarde, ya comenzaban a escasear los rayos de sol. Cruzó a paso firme un pequeño lago que había en el centro del parque donde deambulaban algunas bandas callejeras. Ya en otras ocasiones había tenido problemas con más de uno, obligándole a entregar su cartera. Ese día no quería tener ningún problema que le pudiese distraer o demorar en su camino.

La pelea estaba programada para las siete de la noche contra “La Serpiente”, uno de los contrincantes que disputaba el titulo de peso “gallo”. Jamás había peleado contra él, pero estaba enterado de la zaga de su puño invencible. Llevaba semanas preparándose para la pelea, tanto en la palestra como viendo videos de su oponente, tratando de mentalizarse para ganar la pelea. Ese día era su oportunidad para salir de la mierda en la que vivía y poder emprender un futuro prometedor.

Vio pasar a unos niños en bicicleta en medio de los gritos y risas. Se acordó de su esposa que insistía dejara el oficio del box y trabajará con su primo en la carnicería. Amelia no podía entender que él tuviese sueños más grandes, ilusiones de ganar dinero para darse la vida que merecían. Las interminables discusiones entre ellos se hacían cada vez mas frecuentes, sin ceder ninguno de los dos. Aun así, para Byron, ella era su pajarito como acostumbraba a llamarla. Lo era todo, la inspiración con la que amanecía cada día.

Siguió adelante y al finalizar la zona arborizada, atravesó la quinta avenida y giró a la izquierda por la veintiséis. Era una calle concurrida, donde abundaban locales que ofrecían viajes de oferta a diferentes partes del mundo. Llegó al edificio del número veinticinco y subió velozmente los cinco pisos de escaleras hasta llegar al Club Méndez. Este prácticamente había sido su casa durantes los últimos años, donde entrenaba y tenía sus amigos que le conseguían pequeños trabajos. Ya el lugar se encontraba atiborrado de gente, formada en grupos discutiendo los pronósticos de la noche.

Byron saludo a su paso y se dirigió de inmediato al camerino. Necesitaba estar lo mas tranquilo posible y lejos de las personas que le advertían lo peligroso de ese combate. Abrió su locker y en esas timbró el celular. Era Amelia para saber si iría a cenar temprano aquella noche. Byron no le había mencionado nada de su pelea. Se asustó y corrió hacia el tocador evitando que pudiese escuchar las voces de los presentes. Luego de hablar unos instantes, colgó. Miró su celular con desasosiego. Sintió un súbito escalofrío que recorrió todo su cuerpo. No sabía que pensar; sintió miedo.

Se metió a la ducha dejando que el agua caliente recorriera su espalda, mientras hacía un esfuerzo para poner su mente en blanco como lo aconsejaba su entrenador. Al salir, pasó a la báscula sólo con la toalla envuelta en la cintura. Era práctica común de los boxeadores livianos, que con frecuencia subían de peso y los eliminaban de la categoría en la que competían. Si había unos gramos de más, simplemente se quitaba la toalla para bajar las décimas necesarias. Su entrenador se acercó llevando la bata negra de seda con la que saldría al cuadrilátero. Byron la miró como si fuera un niño frente a una vitrina de dulces. En la parte posterior había un gran dibujo grabado en letras doradas y se leía “El Gato”. A cada momento sus sueños se iban volviendo realidad, pero era consciente que lo más duro aún estaba por llegar.

Llegó el médico asignado con los comisionados de la federación. Tomaron la prueba de orina para el examen de doping y luego el doctor hizo una rápida evaluación de sus condiciones físicas, primordialmente con preguntas a medida que le bajaba un poco los parpados para detectar alguna anomalía. Desde los camerinos se alcanzaba a escuchar a los animadores que vociferaban por altoparlantes. El entrenador se aproximó y mientras le ajustaba las agujetas de los guantes de cuero rojos, se percato por el semblante de Byron que había discutido nuevamente con la esposa. Ya en varias ocasiones le había sugerido que la dejara si deseaba realmente triunfar en este negocio. Sabía que ella era un impedimento para la carrera que vislumbraba en este joven pugilista y de la que podía sacar un buen partido. Se acerco y le dijo con voz quedada:

-“esta me la debes. Tu vas pa`rriba cabrón. Nada de maricadas, lo quiero abajo antes del tercero….me escuchas, cabrón…”

Byron sentía un gran respeto por su entrenador y sus palabras eran advertencias que sabía que no podía dejar pasar en vano. Había muchos intereses detrás del mundo del box del cual ni él se enteraba. Cada cual respondía a alguien y no se andaban con pendejadas. Desde la puerta del recinto se dio aviso que La Serpiente ya estaba haciendo su entrada y que tenía treinta segundos para salir. Para Byron no era la primera vez que entraría al “ring”, pero esta era una noche diferente, donde las reglas serían implacables con su destino.

Dio media vuelta y abrió la puertecilla del locker donde tenía pegado en el interior una estampa desgastada de la Virgen del Carmen para encomendarle su protección. Debajo de la estampa vio un letrero escrito en sangre que decía “al tercero te la mato”. Lo leyó una y dos veces tratando de entender lo que quería decir, pero para ese momento ya lo llevaban empujado a la salida.

A su entrada, sintió que el público le gritaba diversas cosas y alguien se adelantó, sujetándolo de la bata y le escupió a la cara. En estos eventos los ánimos se exaltaban y la gente actuaba de manera imprevisible. Se limpió como pudo con la manga de la bata y luego se agachó por debajo de las cuerdas. Cuando subió al tablado comenzó a dar pequeños brincos con las manos arriba. Byron siempre había observado hacer lo mismo en otros boxeadores y le pareció lo más apropiado. Luego en el centro, el arbitro le tomo la mano, al igual que a su adversario. El timbre de la campana son
ó en seco, penetrando las viseras de su cuerpo.

Comenzó con cautela dando giros alrededor de La Serpiente. El locutor iba transmitiendo la pelea en medio de la euforia del público.

-“Estamos transmitiendo en vivo desde El Méndez Boxing Club el combate por la eliminatoria de los pesos Gallo entre Pablo Orquija “La Serpiente” con pantaloncillo azul de cincuenta punto veinte kilogramos, contra Byron Pérez “El Gato”, pantaloncillo negro, guantes rojos, con un peso de cuarenta nueve kilos y cincuenta y tres gramos. Comienza la pelea crispando los dientes La Serpiente, suelta recto de derecho a la barbilla del Gato y este le contesta con una combinación de ganchos cortos de derecha e izquierda a la velocidad de un rayo contra La Serpiente. La Serpiente amortigua los golpes demoledores de El Gato y le lanza como una fiera un recto oper, gancho al hígado que hace tambalear a El Gato. Suena la campana.”

Mientras Byron se dirige a la banca de la esquina del cuadrilátero, suena el timbre de la puerta del departamento donde se encuentra Amelia. Lo pulsan varias veces insistentemente, antes de poder salir de la tina y abrir la puerta. Se puso contenta de que Byron le hubiese hecho caso y decidiera regresar a casa temprano. No le gustaba que deambulará por el club y metiéndose con esa gentuza. Tropieza con un zapato que había dejado suelto en el piso y dando brincos mientras se agarraba con una mano el pie por el dolor, abre la puerta. No se detiene a esperar que entre Byron y corre de regreso al baño para no mojar el piso. La puerta se cierra de un golpe seco.

Desde la bañera, Amelia le grita:

-“te dejé comida en el horno y por favor no me ensucies la cocina.”

Nadie contestó. Siguió un periodo de silencio del que no se percató Amelia sino pasado unos segundos. Luego se abrió la puerta del baño un poco.

-“¿que haces ahí?” pregunto Amelia.

Para ese entonces la campana golpeó de nuevo. Byron al levantarse, recordó fugazmente el mensaje en sangre en su locker y desconcentrándolo por un instante, propinándole su contendor su primer "oper cot", gancho al hígado. El locutor continúo con su narración:

-“Salen a buscarse mutuamente pero La Serpiente suelta las manos primero, demostrando que no respeta a su contrincante y se tiran algunos golpes, opper de El Gato con un gancho de zurda; La Serpiente responde pero no con mucha suerte , de nuevo El Gato arremete con una derecha abajo y La Serpiente lo abraza para recuperar el aire. Se mete muy pegadito sin dejar pensar a su rival en una forma de atacar, La Serpiente le encaja un derechazo en forma de gancho y El Gato responde.”

Hasta el momento no atinaba Byron a dar un golpe que hiciera tambalear al otro boxeador. Llevaba dos rounds y uno de sus ojos comenzaba a sangrar. La campana repicó de nuevo. El esfuerzo desplegado hasta ese momento, le había tensionado los músculos de las piernas, causándole ligeros calambres. Se sentó con la mente en blanco. No alcanzaba a escuchar las voces de su entrenador y aún menos, los gritos desenfrenados que provenían de todas partes.

Solo cuando Amelia se levantó un poco, por encima del borde de la tina, se dio cuenta que en el umbral de la puerta había un hombre con la cara cubierta, con un cuchillo en las manos. Lanzó un aullido ahogado y comenzó a sollozar haciendo espasmos que entrecortaban sus gemidos. Se acurrucó, apretando sus rodillas y haciendo movimientos desperados como si el espacio reducido de la bañera fuera a procurarle alguna salida.

-“nooooooo, se lo suplicó, no me haga daño. Le doy lo que quiera, se lo suplico. Por favor….”

En ese momento el hombre se acercó y lentamente giro la perilla, cerrando la llave del agua.

La campana anunció el tercer round.

Los movimientos de Byron eran automáticos. Abrió su boca para que le pusieran la goma de protección a los dientes y salio con euforia a la lona.

-“Tercer round; El Gato sale con todo, la gente grita: Byron, Byron. El Gato lo lleva a las cuerdas y le mete una izquierda en el hígado, se sale La Serpiente de los resortes y se le pone difícil, El Gato aprovecha y sigue con su arremetida y le pega un hook o “golpe de puñalada” como dicen los cubanos, que lo hace tambalear. La Serpiente en forma burlona lo invita a que le tire más, El Gato responde y hace retroceder a su adversario, El Gato lo busca y chican las cabezas accidentalmente; La Serpiente le mete uno dos abajo y El Gato contesta al cuerpo, lo avienta al lateral y le mete doble gancho de izquierda, La Serpiente se mira exhausto. El Gato tira una combinación de jabs en seco, contesta La Serpiente con otro similar, El Gato lo lleva a la esquina y le lanza un crochet que lo tumba a la lona. El árbitro pone una rodilla al lado del púgil e inicia el conteo. Cinco, cuatro, tres.

Byron tiene la mente nublada. No tiene precisión de lo que esta pasando y luego se ve rodeado de una avalancha de personas que se apodera de el como si fuese un costal y lo alzan en hombros.

En esos precisos momentos, el puñal silenciaba las súplicas desesperadas de Amelia. El agua de la tina se manchó rápidamente de rojo majorica. Saco el puñal con alguna dificultad y la volvió penetrar con la daga en el pecho, manchando las paredes con la sangre que brotaba de su cuerpo. Luego, el cadáver lentamente se sumergió por debajo del agua.

El hombre se quitó la mascara de su cara y seco sus manos con la toalla que reposaba sobre el lavamanos. Buscó apresuradamente el celular que sacó del bolsillo de su gabardina y marco un teléfono. Al otro lado del auricular, le contestó una voz en medio del bullicio y las exultaciones por el campeón. El hombre simplemente se limito a decir:

-“antes del tercer round”. Y luego colgó.

Al escuchar estas palabras, el receptor al otro lado de la línea, sonrío ligeramente y pensó: “ahora sí podemos tener un campeón”.


Octubre 2009

La Gitana del Rio

Iba caminando por una calle angosta, con muros altos a los dos costados y las paredes dejaban traslucir un adobe precario, roto en algunos tramos, de diversos tonos rojizos casi descoloridos. Mis pasos se escuchaban martillar y producían un eco que se alejaba calle abajo donde se encontraba el río, donde corría un caudal escaso, que aun conservaba el azul de antaño. Cobijado por las sombras de los árboles y flores silvestres de color amarillo en su descanso, se veía el suave remanso correr sin prisa. Era una tarde soleada y una pequeña brisa movía ligeramente las hojas de las ramas haciendo dibujos caprichosos sobre el agua.
Esta era mi ruta de siempre de camino a casa, pero esa tarde me topé con una gitana de edad mediana, tez quemada con arrugas que parecían mas a pliegues profundos en su cara. Era de estatura mediana y alrededor de su espalda llevaba un trapo azul que hacía juego con la pañoleta en su cabeza.
Al cruzarnos se me quedó mirando fijamente y fue tal la fuerza penetrante de sus ojos que me hizo detener. Se acerco y en un tono confidencial dijo que me estaba esperando. Yo por supuesto me asuste y mi reacción intuitiva fue la de dar un paso a tras. Pero ella no se dio por enterada y avanzó hacia mí. De nuevo me repitió las mismas palabras “te estaba esperando…….te estaba esperando desde hace tiempo”.
Yo no supe que hacer. Era una situación difícil de entender y menos aun comprender a lo que se refería con que me estaba esperando. Pero algo en ella me produjo calma y quise escuchar lo que tenía que decirme.
Tomó un pequeño manojo de flores y me las entregó. Luego me dijo que la acompañara a su casa que me iba a revelar algo importante de mi vida. Ella dio media vuelta segura de que yo la seguiría y así fue. Caminamos río abajo. Con frecuencia me veía obligado a suspender mi ritmo, pues sus pasos eran bien cortos obligándola hacer un esfuerzo superior. Pasado algunos minutos llegamos a una zona que no conocía.
Había un gran bullicio en las calles de niños jugando. Muchos niños. Y cuando nos vieron corrieron para acercarse a nosotros. Pude percibir que la conocían. La llamaban por su nombre y se agarraban de su falda. Claramente me di cuenta que todos eran gitanos. Tenían unos rasgos particulares en sus caras y en su manera suelta de moverse. Como si llevaran música dentro de si. Gritaban cosas que no alcanzaba a entender y seguían corriendo y brincando a nuestro alrededor. A medida que avanzábamos, las casas iban aminorando hasta llegar a un campo donde se avistaba un pequeño tendal de trapo gris al lado de una carreta vieja de madera.
Para ese entonces mi corazón comenzó a latir de manera violenta y era tan fuertes sus golpes que me daba la impresión que todos lo podían escuchar. No sabía si continuar o simplemente dar media vuelta y salir despavorido de regreso por donde vine.
Al acercarnos a la carpa, la gitana una vez más me penetró con su mirada y me dijo casi entre murmullos “te estaba esperando. Favor entra”. Su idioma no era claro, pero sin embargo algo en mi lograba entender lo que me decía. Y así nada mas entre en el toldo y me senté.
La gitana espantó a unos niños que aún nos perseguían y luego se sentó frente a mí.
Sin ningún preámbulo, la gitana comenzó a soplar una bola de cristal. Yo había escuchado estas cosas en cuentos pero nunca pensé que fuese real y menos aun, que yo estuviera presenciando un episodio tan sorprendente. En la medida que fue soplando la pequeña esfera, pude ver que se nublaba el cristal y un ligero humo giraba a su alrededor como hilos cilíndricos de color plata. Luego la bola cobró una luminosidad fulminante y comenzó a lanzar destellos de manera arbitraria. En ese momento la gitana dejo de soplar y lanzó unos rugidos aterradores.
Mis piernas dejaron de tener vida. No era capaz de moverme. Estaba clavado en esa silla, sin poder usar mi determinación de escapar vigorosamente de ese sitio pavoroso.
Luego todo quedó en absoluta calma. Sus ojos continuaban cerrados y sus manos extendidas por encima del cristal temblaban tenuemente.
No cabía duda que había entrado en un trance y que su espíritu se comunicaba con una fuerza de otro mundo. Yo mantuve silencio y difícilmente podía respirar.
Abrió los ojos y con gran delicadez se levantó. Fue hasta un armario que quedaba a un costado de donde nos encontrábamos, abrió una gaveta y sacó un pequeño cofre de donde retiro un medallón que tenía un extraño dibujo de una rosa con ojos en cada costado de sus hojas.
Me lo dio con determinación cerrando las palmas de mis manos.
La miré desconcertado, sin saber que era lo que pretendía decirme con este gesto.
Me acarició la cara con ternura y luego me dijo “has regresado a casa hijo mío”.


Noviembre 2008

El timbre del cuarto piso

Conversación con una prostituta.

Tengo una rasquiña tremenda en las axilas y aunque me rasco no se me quita. Generalmente me da en esta época de noviembre, en que el clima se pone muy seco. Es incomodo y los clientes lo resienten. Pero qué me importa lo que ellos opinen. Pagan por lo que les doy y ya está. No me jodan, y chinguen a su madre. No entiendo cómo me metí en este oficio de mierda y a lo mejor, como dice mi tía, “a algunas no les queda mas remedio”. Sin que lo hubiese pensado, ya estaba en la cama con un gordo vecino de casa, que al despedirse me dejó sesenta pesos sobre la sabana arrugada; dizque no tenía más. Así nada más, le entregué mi virginidad cuando recién cumplía mis quince años. ¡A él primero que se cruzó en el camino! Mi tía Janesi me dijo que no me lamentara por los pocos pesos que recibí y que todo eso me serviría para adquirir experiencia.

Recuerdo que después de eso no me pude agachar por varios días. Me dolía todo, hasta para caminar. Traté que mi mami me dejara quedar en cama, pero se le antojó que eso era floja y más valía ponerme a trapear los pisos del edificio donde ella trabajaba.

Rubén solía llegar en las tardes y me acompañaba a casa. Era tierno y me encantaban sus pestañas encrespadas que le daban una mirada sensual y ensoñadora. Pero cada vez que íbamos al parque, siempre que tratara de meter sus manitas por debajo de mi blusa y no le gustaba para nada que se lo impidiera. E iniciábamos la misma discusión de siempre, “que un poquito, que por esta vez nada más, que no molestara” y yo con el sermón de “deja eso Rubén, que quiero llegar pura a mi boda”. Se mantenía acalambrado y no resistía que otros me miraran. Pobre Rubén, nunca supo lo que hacía, o más bien nunca se lo quise admitir, porque la verdad es que le llegaron varios rumores de personas que le llenaban la cabeza con toda clase de cuentos y se agarraba a trompadas para defender mi honor.

Pero con él, yo vivía otra vida y me permitía tener sueños. Yo diría que esa era mi verdadera vida. La otra ni la tenía en cuenta. Se presentaba uno que otro, cada cual más idiota, con toda clase de mañas. Cuando comenzaban con “mamita ven para acá…” el estomago se me revolvía.

En casa rápidamente se acostumbraron a que yo tuviera unos cuantos pesos a la semana y sin preguntar de donde procedían, mi madre me obligaba a dárselos a mi papi para que se tomara unas chelas los sábados en la noche con sus amigos. Y pronto, ya exigían más y me hacía un escándalo cuando no le daba lo suficiente. Varias veces recibí trompadas de mi padre sin reparar donde caían.

Mi tía Janesi era mi consuelo. Trataba de conseguirme más turnos con tal de que evitara las golpizas. Cada día las jornadas eran mas largas. Los hombres eran unos hijos de puta y varios trataban de no pagar después de que los atendía. No faltaba el cabron que pedía descuento, por lo tanto mi vida parecía una rueda sin fin. Trabajaba más y lo que ganaba se esfumaba con las saliditas de mi papa.

En esas circunstancias, todo sentimiento de cariño se le va destruyendo. Uno deja de ser capaz de sentir nada por nadie y por nada. Lo veo en mi cara cuando me miro al espejo. La expresión de mis ojos es distinta y tal vez sea cierto lo que dice la vieja del motel que “uno se va volviendo mierda”.

Luego, comencé a tener un cliente que me frecuentaba más que los demás. Se llamaba Razarento, un nombre bastante feo, pensaba yo, pero aparentemente para él era de mucho orgullo. Me decía que le gustaba venir a estarse conmigo, porque su esposa era tan puta como yo, pero más pendeja porque no cobraba. Y lanzaba una estruendosa carcajada que duraba por varios minutos. Razarento hacía el sexo con la misma técnica que utilizaba en su oficio de carnicero. Brusco, sin ninguna caricia. Iba a lo suyo y se acabo. Luego se sentaba en una silla que había en la esquina de la habitación y gustaba contarme cosas. Cualquier cosa. Le hacía feliz que lo escuchara. Me enseño el gusto por la lectura.

Un día me dijo que me saliera de mi casa y que me prestaba un departamento que tenía encima de la carnecería; de esa manera le era más fácil visitarme cuando pudiera. Fui a ver el departamento el fin de semana siguiente que quedaba en un piso cuarto. Recuerdo la impresión que me hizo un timbre de plástico verde que había en el portón de entrada y solo tuve palabras para preguntarle si sonaba.

Hace seis meses que vivo aquí. En mi casa no saben donde estoy y le hice prometer a mi tía que no se los diría a los demás. El carnicero, como lo llamo para mis adentros, dice que debo seguir con mi oficio, que es importante que uno haga algo útil y que simplemente mire bien con quién me meto.

Suena el timbre otra vez….


Junio 2009

El secreto

Te espero junto al remanso del río, igual que hace unos días, unas semanas y unos meses. Ha sido nuestro destino oculto, un sublime secreto que hemos resguardado de familia y conocidos. Nadie comprendería nuestra pasión y el encanto que dan al alma nuestros besos. Añoro los instantes que estoy contigo, tus dulces labios deslizándose sobre mi cuello y tu cabellera negra sobre mi pecho. Nuestros cuerpos adquieren la ondulación del agua que recorre el río, las notas líricas que emite la flauta, la misma eternidad que tiene el cause.

Nada impide entregarnos el uno al otro y esta gracia divina atraviesa nuestra voluntad con una espada, dando vida a nuestra inspiración, al igual que la turbulencia de las aguas del arroyo cuando desbordan con furor por senderos desconocidos.

La naturaleza se hace cómplice de nuestro secreto. Los pájaros anuncian el éxtasis que recorre nuestra carne y los árboles se mecen caprichosamente acentuando el furor de nuestro amor.

Fue en este mismo sitio tu primera vez. Lo confesaste después de cerrar tus ojos y permitir que yo percibiera tu felicidad a través de tus murmullos.

Nos apretamos fuertemente, nos apretamos con la esperanza de prolongar nuestras vidas en ese mismo instante, nos apretamos para impedir que algo pudiese arrebatarnos la felicidad. Ya no había mas espacio, no había historia, no había culpa.

Al verte crecer, jamás pensé que serias mía. Llegabas con los tuyos de vacaciones a estas tierras de tu familia que yo cuidaba. Me esmeraba siempre en sembrar tus violetas, con la esperanza de que sus pétalos te oficiaran mis sentimientos.
Nuestras miradas eran fugases, aun así, en cada una siembras la ilusión de vida y comencé a sentir que el cielo y la tierra se fundían en uno solo, perdiendo conciencia de la realidad. Mis sueños me llevaban a lugares deliciosos, donde sentía tu perfume y tus manos empuñaban la fuerza bruta de mis sentidos. Nuestros sueños se fueron entrelazando en una misma verdad, como quien obedece a un mandato divino, desencadenando un impulso incontrolable de pasión.

Te confieso que hay fantasmas que persiguen mis noches cuando pienso que estas con él. Ese novio inocente a quien sólo les has brindado tu sonrisa y añora con vehemencia que un día le dispenses algo más de ti. ¿Me dejaras? ¿Será ese mancebo quien después de tantas lunas, esperanzado y paciente, inmaculado y sin malicia, el que se quede con tu fuego?

Deseo que el tiempo se detenga. Se estacione y no permita que las manecillas del reloj juegue con nuestras vidas; que las aguas del arroyo se inmovilicen y no permitan a mi conciencia conocer otra verdad, que no sea la nuestra.


Abril 2009

Un viaje èpico

Con apenas los primeros rayos de sol y un cielo con brochazos color violeta, partimos rumbo a Zitacuaro, al poniente de la ciudad de México.

Viajamos dos horas y media, pasando por pintorescos valles y montañas. Al llegar a la ciudad, nos dirigimos de inmediato a nuestro hotel Rancho San Cayetano, donde sus dueños Pablo y Lisette nos recibieron y nos alojan en su casa. Es una preciosa cabaña, rodeada de extensos jardines, decorado con flores de diversos colores y gansos que corretean por todas partes sin rumbo fijo. Sin perder tiempo, recibimos instrucciones de encaminarnos a un paraje donde podíamos observar el vuelo de las mariposas Monarcas. Pasamos por Xoconusco y Valle Hondo, para luego encontrarnos con el guía. Dejamos el coche y emprendimos el camino monte arriba, hacia el Santuario del Cerro Pelón. Íbamos cargados de cámaras fotográficas y algo de comida. Tardamos una hora y media a paso rápido, en medio de una viva vegetación de Oyameles, Encinos y Cedros, que a manera caprichosa se entrelazan, dejando traspasar sólo algunos rayos de luz por entre sus ramas. Y ahí, en medio de esa sublime atmósfera, nos encontramos con esa singular especie de mariposas sin fronteras.

La mariposa Monarca habita en Canadá, al norte de los Grandes Lagos y cada veintiuno de Septiembre, más de ciento veinte millones emprenden su vuelo hacia México, volando sin parar seis mil kilómetros. Les tomara varias semanas desde su partida y finalmente el primero de Noviembre, día de muertos, llegan a estos bosques mexicanos para temperar el invierno. Aquí, permanecerán hasta el veintiuno de Marzo del año siguiente. Las Monarca tienen un ciclo de vida de cuatro a cinco semanas, por lo tanto las mariposas de cada cuatro generaciones son las que emprenden el viaje hacia el sur. Las hembras de esta cuarta generación, sin que exista explicación alguna, tiene una vida de siete meses, pues les es necesario sobrevivir para regresar a su tierra de origen. La mayoría de las mariposas machos morirán en tierras ajenas, luego de su viaje nupcial.

Estas mariposas, de color naranja oscuro y líneas negras, dibujadas en forma de vitral, miden once centímetros al desplegar sus alas. Los machos están marcados por un punto negro en cada ala y cuentan con una franja plateada en la parte inferior que sirve de censor para la orientación en su plan de viaje.

Continuamos el camino, tratando de no hacer ruido, respetando su hábitat, pues ellas quieren escuchar el sonido del viento y las ramas de los árboles que se abanican de manera caprichosa. Son millones de mariposas que sobrevuelan por encima de nuestras cabezas, nos envuelven y nos exploran. Algunas mas osadas se posan despreocupadamente en nuestros hombros.

Seguimos avanzando y vemos bajar ríos de mariposas, que al mover sus alas al unísono, producen un sonido de zbzbzbzbzBZBZBZBzbz. Es inexplicable la emoción que esta visión nos produce. Es un viaje épico, un encuentro con uno mismo.

Nos acostamos bajo los árboles y dejamos pasar el tiempo. Observamos sus movimientos para regocijarnos con este milagro de la naturaleza y recrearnos con sus colores a medida que los rayos del sol se reflejan en sus alas. Es común verlas aparearse en vuelos nupciales, que duran cerca de tres horas. Ponen hasta 400 huevos que tomaran de 3 a 4 días en convertirse en oruga o larva. Algunas se posan en los árboles, otras se amontonan unas sobre otra como si fueran ramilletes de uvas y permanecen así durante horas. No hay un solo espacio en el aire donde no veamos estas mariposas.

Son vida que nos llega del cielo y se adentra en nuestras almas. Existe la leyenda, que en tiempos pasados, se creyó que las mariposas al llegar el día de muertos, eran los antepasados que regresaban de su viaje a compartir con los vivos. Por eso, en algunos pueblos encontramos artesanías con figura de calacas y alas de mariposa.

Cuando comienza a oscurecer, las mariposas se refugian para superar la noche. Pronto iniciaran su regreso a tierras del norte y dejaran con nosotros un recuerdo inolvidable, de vida, color y armonía. Yo, en mis pensamientos repito estas palabras:
Con hermosura, hermosura, Mariposa Monarca, Sigue fuerte para siempre.


Noviembre 2009

Dentro de mì

Ayer te dije una vez más que te quería. Me diste una discreta mirada y en tus labios asomó una sonrisa. Continuaste leyendo. Esperaba que me dijeras algo, pero no hubo palabras.

Me levante y encendí la radio. Sonaba una preciosa melodía de Ray Coniff. Me senté de nuevo en el sofá y volví a mirarte, procurando absorber cada fragmento de tú ser, dejando que tú esencia me penetrará los sentidos. Quiero estar en ti, quiero que tú estés en mí. No me resigno con tenerte cerca.

Luego, hice un gran esfuerzo para contenerme y solo té mandé un beso en silenció. Me miraste de nuevo, al percibir mis pensamientos.

Tomé un libro del aparador que se encontraba a mi lado, lo abrí al azar y leí un poema * que decía:

“Me preguntas:
amistad o amor
te contesto:
No se llevan.

O te quiero en la amistad
o te quiero en el amor
En las dos como un silogismo
no caben tantas premisas
o te quiero en lo integral
o te estimo en lo parcial.

Porque para amistad
basta solo la mitad
para amar en lo total
hace falta lo integral
no con parches ni mitades
sino siempre, sólo
amar.”

Lo recordaba muy bien. Este es uno de tus poemas preferidos. Me lo has leído muchas veces, pero algo me dice que no lo entiendes. ¿O seré yo, que no comprende lo que tratas de decirme? No lo sé.

Nuestros días pasan y cada vez pides más de mí. ¿No té das cuenta que té he obsequiado mí alma? Mí ser, mis pensamientos, mis deseos y aún mas, la sangre que recorre mi cuerpo también está impregnada de ti. Té gusta que té amé; no aceptarías nada menos de mí. No obstante, tú, té conservas para ti.

Mientras la tarde bajaba su telón, en la estancia prevalecía un total silenció, a pesar del dialogo que había entre los dos. Así son las conversaciones del amor.


* Eduardo Luis Feher


Octubre 2009

Antes que den las seis

Obra de Teatro - Acto Único

Eduardo se encuentra en una estancia chica, llena de libros colocados de manera desordenada, papeles por todas partes, algunos plisados en el suelo, hay mas de un cenicero lleno de colillas y la luz tenue de la habitación entra por la ventana donde hay una cortina recogida a un lado.
Eduardo tiene el cabello ligeramente largo de color miel, con un mechón sobre su cara. Camina por la habitación dando dos pasos para un lado y otros dos para el lado contrario. Lleva en sus manos un cigarrillo encendido, pero se olvida que debe aspirarlo de cuando en cuando. Continuamente pasa su mano por la frente echando su mechón de pelo hacia a tras. Este vuelve y cae al instante.
Hay algo particular en su forma de vestir, además de sus pantalones de pana color marrón y una camiseta blanca, lleva un pie calzado con un tenis y en el otro va descalzo, con sus medias blancas arrugadas.

Por su forma de mover las manos y el gesto de sus cejas arqueadas, se transluce que se encuentra nervioso, algo apurado y sin certeza de lo que va hacer.

Toma el espaldar de su asiento, vacila y parece meditar su decisión antes de sentarse. Luego, súbitamente se decide y toma asiento. Frente a él hay un escritorio y una computadora. Teclea unas palabras. Relee lo que escribió y rápidamente procede a borrarlo de nuevo. Otra vez su mano remueve el mechón de pelo hacia atrás.

Se busca que el público sienta desesperación y compadezca a ese joven agraciado que se encuentra ante un problema. El público aun no sabe de que se trata el problema, pero desea poderlo ayudar; susurrarle al oído una solución para aminorar los motivos de su angustia.

Eduardo mira al público suplicante y a manera de confidencia le habla como si fuese a si mismo:


- ¡No se que pasa! Jamás me había sentido tan perdido. No logro acertar en lo que escribo. Detesto tener que estar presionado con un tiempo límite. Tengo que poder entregar este escrito antes de las seis. Este ha sido mi sueño. Siempre quise participar en este concurso. Sé que algún día lo ganaría. Y bueno….y ahora, estoy aquí, a tres horas de tener que entregar mi historia y aún no sabe que escribir. ¡Es ridículo! Como es posible que algo así me este pasando. Lo tenía todo bien planeado. Las palabras cruzaban mi mente como un rebaño de cabras listas para ir al bebedero. Y ahora se han ido. ¿Pero a donde? Tiene que haber un culpable. ¡Si estoy seguro de eso! (Pausa) Ahhhh, ya lo se. Ya lo recuerdo. Debe ser Claudia que siempre tiene una salida en falso. Se cree tan linda. ¡Que va! Bueno, claro que es linda, pero detesto esa manera de insinuárseme y luego dejarme plantado. ¿No logro entender que se trae? ¿Por qué hacerme pensar que deseaba besarme y luego simplemente me apartó? Es una idiota; si definitivamente una idiota. Y vaya, que no se le ocurra que yo voy a intentar besarla de nuevo. ¡Nooooooooooooo! Ni pensarlo… (Pausa) bueno, no estaría tan mal un beso y luego ya. Le doy un besó luego me hago el desentendido. Como si ella hubiese sido la que me beso. ¿Por qué no? Claro, soy un bobo. Un
imbécil. Seguro Claudia debe estar burlándose de mí. ¿Pero por qué de mí?

En este momento Eduardo mira al público y le hace una pregunta. Inducimos a que el público responda y participe de la historia.

-¿No les parece que soy simpático?

Hay un momento de silencio y espera una respuesta.
Eduardo muestra una sonrisa al escuchar.
Sostiene la sonrisa por unos momentos, mirando a todo el público lleno de satisfacción y respira profundamente.


-Bueno, gracias. Gracias. Gracias. Ustedes son demasiado generosos. No tienen porque decirme tantas cosas lindas. Bueno, es cierto que soy bien parecido, que visto bien…

Eduardo se mira su pie descalzo y algo sorprendido se dirige de nuevo al auditorio…. Prosigue:

-Que tengo un cierto encanto en la manera de hablar. Soy inteligente, mmm.......…que mas puedo decirles. Es difícil hablar de si mismo y creo que tal vez puedo aburrirlos.
(Pausa)
Ahhhh, ¿pero si no fuera Claudia quien me quitó la inspiración?
¿Entonces quién? (Pausa) ¡Ya lo sé! Definitivamente tuvo que haber sido la Tati. A esa si que no la perdono. Dejarme plantado en pleno baile para irse con la Susi y la Cristina a chismosear. “Que ya vuelvo” me dijo y pasó más de una hora y nada que aparecía. Luego me entero que estaba charlando animadamente con Pablo. Ese idiota. ¿Y yo qué? ¿No se supone que estaba loca por mí? Me dijo que yo era el sueño de su vida, o por lo menos eso me dio a entender…. (Pausa) bueno algo parecido……

Eduardo mira al público como pidiendo su comprensión. Espera escuchar sus comentarios.

-Ahhhhhhhhh, esta es la historia de mi vida. Aquí estoy a una hora de cerrarse el concurso y teniendo que emplear mi tiempo en resolver los asuntos de Claudia y de la Tati y vaya a saber cuantas bobas mas que no saben apreciar lo bueno. Ni lo piensen que les voy a dedicar un momento más. Por supuesto que no lo merecen. Yo tengo algo más importante que hacer. ¡Si señor! Ya me debe de estar llegando la inspiración, me siento ante el compu, tecleo rápidamente esa ráfaga de ideas maravillosas que tengo y listo. Lo imprimo….que quede bien presentado a doble espacio, para que se vea mas largo mi cuento….sí, sí más largo, definitivamente y luego lo meto en un sobre y lo entrego en la oficina de Extensión Cultural……. ¡a tiempo! Estoy seguro que en cuestión de minutos comenzaran a fluirme esas maravillosas ideas. ¡De inmediato debo concentrarme para que me llegue la iluminación!

Eduardo a manera de concentración se pone los dedos de sus manos en las sienes y comienza a girar sobre sus pies, esperando le lleguen las ideas.

En ese momento, timbra el teléfono. Lo escucha repicar varias veces antes de contestar. Busca el celular por todas partes, atraído por el timbre agudo, hasta que finalmente lo contesta. Se escucha una voz de mujer al otro lado del aparato:


-¡Bueno!
-Eddy soy yo…. ¿te acuerdas?
-Si claro…….”yo”, ¿como no iba a saberlo?

Eduardo mira al público desconcertado y hace un gesto para indicar que no tiene la menor idea que quien pueda ser.

-Oye Eddy, eres genial y estaba pensando en que podríamos ir al cine….¿que opinas? ¿Tienes algo que hacer?
- ¡Claro que no! …. Me refiero, ¿donde nos encontramos?
-Veámonos en el Cine Arte de Polanco en media hora.
-Ya, ni se diga mas. Ahí te veo.

Eduardo cuelga el teléfono, mira al público, levanta ligeramente sus manos y dice:

-Creo que la inspiración me va a llegar un poco más tarde.

Eduardo da media vuelta, toma su chamarra, abre la puerta de su habitación y sale.


FIN


Marzo 2009

10 de noviembre de 2009

INFIDELIDAD EN EL CAFÉ


Eran las cuatro y media de la tarde y llevaba más de quince minutos esperando que Esteban llegara a nuestra cita en el café. Acostumbrábamos a reunirnos una vez a la semana, a la misma hora. Sabía que mi amigo nunca llegaba a tiempo, por lo que siempre traía un libro para no desesperar viendo girar el minutero del reloj. Pero, ese día en particular, me encontraba intranquilo, casi alterado, con el incidente que tenía para contarle a Estaban. Confiaba que él pudiese darme algún consejo para salir del problema en el que me encontraba. Es natural que busquemos refugio en alguien para que nos resuelva los problemas cuando consideramos que se nos salen de las manos. Sé que la esperanza no nos da vida, pero sin ella, no tendríamos cómo vivir.

Esa tarde, con mayor razón, me urgía que Esteban cumpliera la cita. Me encontraba molesto, afligido e inseguro de mi mismo. Necesitaba desesperadamente hablar con él. Hablarle hasta ahogar con mis palabras el ruido de lo que me acontecía.

Mire el reloj de la pared y vi que había pasado media hora y seguía sin aparecer. “Qué desconsiderado” me dije a mi mismo. Cómo era posible que me dejara esperando, después de haberle mencionado por teléfono que tenía un problema grueso. Pasé las páginas del libro, leyendo las frases apresuradamente, saltándome algunas palabras, adelantándome a voltear la página sin haber llegado al final. No hallaba sentido a lo que leía. Mi ansiedad no me dejaba concentrar. Insistentemente pensaba cómo debía de abordar el tema con Esteban. Si debía soltárselo así no más.

Recosté la espalda contra el asiento, apartando el libro ligeramente sobre la mesa. Luego, entrelace mis dedos, frotándome las manos nerviosamente y decidí recurrir a las respiraciones de yoga, inhalando el aire y reteniéndolo en mis pulmones durante algunos segundos. Repetí esto varias veces, con la esperanza de procurarme un poco de calma.

En ese momento vi entrar a Esteban por la puerta. Eran ya las cinco y veinticinco. Pude entrever por su manera de caminar despreocupada, con las manos en los bolsillos, que no se daba cuenta de su retraso. Cuando me vio, ostentó una sonrisa, dejando ver su dentadura blanca, armoniosa, simétrica. Revelaba una alegría en sí mismo, como si estuviese recibiendo ofrendas del cielo y a veces, pensaba, que era ligeramente ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Tal vez por eso me simpatizaba.

Nos saludamos golpeando nuestros puños y él se sentó, lanzando una espontanea carcajada.

―Hola Esteban, le dije, ¡Siempre me dejas esperando cabrón!

―Pero que dices, si nada más han pasado unos minutos.
―Mira, no importa. Déjalo así. Hay algo muy serio que debo contarte y necesito tu consejo.― Vacile, mire para todas partes, e incluso voltee a mirar a mis espaldas y luego le dije: No sé como comenzar. No es fácil. Estoy como loco sin saber qué hacer.
Esteban hizo un gesto con los hombros, queriendo decir que la situación no debía ser tan grave. Tal vez, yo estuviese exagerando.
―Anda, ya, dime lo que sea. Suéltalo, simplemente.
Continuaba titubeando e inicie varias frases, tratando de darle coherencia a lo que quería decir. Improvisadamente, me fueron saliendo las palabras. Lo solté de manera tajante, como cuando algo se cae al suelo. Así de simple. Fue un largo monologo, sin comas, sin ninguna pausa, sin que tuviese necesidad de tomar aire, o buscar las palabras apropiadas para ponerlo al tanto de la situación.

Esteban trataba de hilar la información e irla ordenando. Por la expresión de su cara, podía advertir que algunas de las cosas que le estaba contando, no encajaban. Luego, cortó mi discurso, golpeando insistentemente la tasa de café con su cuchara.

―¡Aguarda, aguarda un poco! Me estas tratando de decir que crees que tu esposa tiene un amante y que la encontraste por casualidad besándose con Pablo en la estación de tren el lunes pasado. ¿Te estoy entendiendo bien?

Esteban continuaba mirándome, fijo a los ojos, esperando una respuesta mía. Mis labios gesticulaban, sin atreverme a contestar un simple “si”. En momentos como esos, uno se vuelve un poco pendejo, creo yo.

Esteban tomo mi silencio como una respuesta más que evidente. Tomó aliento y continúo:
―Mira, creo que debes de haber visto algo que te hizo pensar que se estaban besando, pero, debe de haber una explicación. ¿Además quién es Pablo?

Mi nerviosismo rayaba en los límites de convertirse en enojo. Como podía dudar Esteban de lo que yo había visto. Ahora, no solo tenía en mis manos un problema con Julia, sino, que además, me veía obligado de convencer a mi amigo de lo que había visto. Era una situación ilógica, pensé yo.

―Pues claro que se estaban besando.― Le asegure. ―Sé lo que vi. ¿Cómo crees que un beso con toda clase de retorcijones sea una mera casualidad?
―¿Bueno pero quién es Pablo?― Volvió a preguntarme.

Volví a guardar silencio. Una ráfaga de pensamientos pasaron por mi cabeza. La reacción de Esteban ante lo que le había contado era una de ellos. Porque su insistencia en querer saber quién era ese tal Pablo. Yo esperaba que se hubiese enfurecido como lo estaba yo. Además, de no haber sido Pablo, sino Fernando, en nada cambiaba la situación. Sentí en esos momentos deseos de decirle que era un idiota, pero me contuve. Juzgué que no valía la pena pelearme con mi amigo porque al fin y al cabo, necesitaba un aliado en mi desdicha. Baje la mirada sobre la mesa, dejándome llevar por sus preguntas. Pretendía contestarlas todas. Ponerlo al tanto de los detalles.

―Pues, Pablo es…

Cuando fui a explicarle, algo me detuvo. Había una resistencia en mi interior, como si al no decirle quien era Pablo, convertía la incidente en menos cierto. Equívocamente en menos amargo. Percibí que continuaba atento a mi respuesta. En ese momento, alcance a escuchar la respiración seca que recorría nuestros cuerpos. El bullicio de la calle y las ruidosas conversaciones de las mesas vecinas, desaparecieron para mí en ese instante. Como si estuviésemos solos, los dos. Esteban se inclino mañosamente hacia mí y a manera de susurro confidente, insistió en preguntarme:

―¿Quién es Pablo?

―Es un chavo que toma clases con ella.
―¿Crees que lleven algún tiempo viéndose?
―No, no lo creo. Debe ser algo reciente.― Respondí.
―¿Y ya hablaste con ella?
―¡Cómo se te ocurre! No puedo decirle nada por el momento. Además, para eso te traje a ti. Para que me digas que debo hacer. Tú eres el que tiene experiencia en estas situaciones; le espeté, casi recriminándolo.
―¡Estas crazy? ¡Por supuesto que no tengo experiencia en algo así! Yo me separé, pero no porque Rita me haya sido infiel.

Advertí que las cosas no iban por buen camino. Nos encontrábamos discutiendo sobre quién tenía más experiencia en materia de infidelidad y me daba cuenta que mi rostro comenzaba a dejar traslucir mi impaciente.

Entonces, Esteban volvió a insistir en su recomendación, repitiéndome:

―¿Por qué no hablas con ella? ¡Debe haber una explicación!
― Sí, seguro que la hay. Pero, me gustaría no saberla.― Le afirme.
―¿Entonces qué? ¿Vas a mirar para otro lado y dejar las cosas así?― Me dijo Esteban con un tono provocativo.
―Dame otra solución. Algo que sea más lógico.
―¿Qué puede ser más lógico que hablar con ella?
―No…no lo sé. Me siento incómodo hablando de esto con Julia. ¿A lo mejor es un asunto pasajero no lo crees?

Simultáneamente, ambos tomamos un sorbo de café. Estaba frío. Creí que Esteban quería tomar una postura prudente. Me daba cuenta que ponderaba las palabras que me diría y aprecie su actitud. Siempre he pensado que lo bueno de la amistad es saber aceptar lo inevitable de la otra persona. Luego, espontáneamente, salió de su boca una solución que atenuaba la ofuscación del momento, diciéndome:

―Oye, tal vez debamos pensarlo un poco más. No vale la pena que te precipites a un desenlace que no sea el más conveniente. ¿Qué piensas tú?

Las palabras de Esteban me cayeron como un paño de agua tibia sobre mi aflicción y recapacite en lo maravilloso que era mi amor por Julia. Nada en el mundo podría cambiar ese sentimiento en mi corazón.


Por: Ivan Villegas Botero

El crimen de Sir Cornelius Giles

Al final de la calle Old Queens Street, enseguida del conocido almacén de sombreros Farrow, se encuentra la comisaría de policía de Central Hall. Nada haría pensar a los pocos transeúntes que recorren el lugar a esas altas horas de la noche, que dentro de la dependencia pulula de gente, entre policías y detenidos. Los teléfonos repican continuamente, las precarias maquinas de escribir dejan sonar una campanita al final de cada renglón. Hay un gran alboroto de pisadas sobre los tablones de madera, que van y vienen sin tener explicación ni rumbo fijo, los murmullos de los presentes y frases entrecortadas, compiten entre sí. Se puede decir que no era una noche como cualquiera en la delegación policial y que efectivamente, se trataba de un acontecimiento especial.

Un gran desconcierto se extendía por toda la estancia, dejando percibir en las caras de cada uno de los presentes, una turbadora ansiedad. Para ese entonces ya iban siendo las once y quince de la noche y un azaroso viento gélido penetra en el salón cada vez que alguien abre el portón. Todos al unísono hacen un gesto para abrigarse del frío y de inmediato miran al forastero que llega, como si con él, arribaran detalles desconocidos que desvelara el enigma.
En un rincón del salón, se encuentra el detective Russell con su escribiente Otto Gordon que se dispone a acomodar el papel carbón entre las páginas de papel. Frente a este último, se halla la señorita Eleonor Daventree que aun conserva su abrigo color ambarino y abraza con desconfianza su bolso sobre sus rodillas. De vez en cuando pasa la mano temblorosa por la cabeza, para asegurarse que aun conserva el peinado y que las hebillas en el pelo estén en su sitio. Saca su pañuelo bordado del bolsillo y se suena ligeramente la nariz.

El detective Russell prefiere no mirar a sus testigos y sus gestos asumen un aire de rutina, mientras camina continuamente alrededor del escritorio. Era usual que iniciara una frase y que Otto Gordon siempre la terminara, por lo tanto obligaba al declarante a escuchar en dos tiempos la pregunta, haciendo girar su cabeza de un lado para otro, en la medida que las voces cambiaban de boca.

- Señorita Daventree, puede explicar en detalle a la autoridad designada por su majestad la Reina….dijo Russell

Otto Gordon continuo - donde se encontraba usted en el momento del atroz crimen de Sir Cornelius Giles?

La señorita Daventree advirtió que era su oportunidad para disertar a sus anchas y contar con lujo de detalles y pormenores, detalles que seguramente para algunos no tenían relevancia, pero que a su entender, eran en esas particularidades donde radicaba el meollo de los hechos. Hizo una pausa, aclaró su garganta para que su voz entonara las notas con la adecuada sonoridad y decidida a ser una pieza clave para la investigación, se dirigió primero a Gordon, luego recapituló y tornó su mirada al detective Russell.

- Ah… detective….es una pena lo ocurrido a Sir Cornelius, un hombre tan especial, un señor como ya no se ven en estos días. Sabe usted, Sir Cornelius era de la clase de gente que tenía un gran sentido de generosidad. Mire usted, todos los domingos, a su regreso del club, donde iba a desayunar, le daba unos peniques a cada uno de los miembros del servicio. Claro, hay quienes son ingratos y no agradecen. Unos peniques no les parece suficiente y no entienden la bondad en la gente. Algunos lo criticaban porque no le daba estudio a los hijos de los criados domésticos, pero la verdad es que no lo hacía por avaricia, sino porque decía que a esos niños les venía mejor aprender las labores de la casa.
Sabe usted, nunca me casé, a pesar de que no me sobraron pretendientes, incluso recuerdo al señor Miles que tenía una carnecería por Cavendish, a lo mejor lo conoce usted detective Russell…..bueno, hizo todo lo posible para que yo aceptara ser la señora Miles, pero Sir Cornelius muy acertadamente me hizo ver lo importante que era mi labor en su residencia y que nada me haría más feliz que permanecer a su lado.

En la medida que avanzaba la declaración de la señorita Daventree, el detective Russell retorcía el lápiz que siempre llevaba en sus manos, con tal grado de desesperación, que en un momento dado, pudo mas la fuerza de sus dedos y el lápiz se rompió en seco, creando una pausa en el monólogo de la declarante que supo aprovechar de inmediato.
- Señorita Daventree, sería tan gentil de limitar su respuesta….
- …. a contestar la pregunta que le hemos formulado, concluyo Otto Gordon, mientras ajustaba el papel en la máquina. - Y por favor sea breve señorita.

Este requerimiento tomó por sorpresa a la señorita Daventree, entendiéndolo más como un acto de suma descortesía y no se dio por enterada a lo que se referían con limitar sus respuestas. Se acomodó mejor en su asiento, hizo un gesto con la cara de contrariedad y continuó su declaración.

- Bueno, como le estaba diciendo, es una verdadera pena lo que le ha pasado a Sir Cornelius. Un hombre tan bueno, como hoy día no se da. No, no señor, no hay gente así de digna y con tanta nobleza en sus venas.

El detective Russell se plantó frente a la señorita Daventree a punto de hablar. La señorita Daventree al ver la expresión furiosa de su cara se apresuró a continuar, haciendo que sus primeras palabras tropezaran una con la otra, hasta que paulatinamente recobraron su paso.

- Es importante que yo le explique estas cosas…..sabe usted. Esa tarde Sir Cornelius había invitado a cenar a cuatro de sus familiares. Un tal señor Carney, bueno para nada que al parecer es su sobrino. La señora McClelland, una dama, si se puede decir así, siempre impetuosa y su descarado esposo que no trabaja, pero siempre estaba proponiéndole negocios a Sir Cornelius, pintándole las mil ganancias que tendrían. Y luego está el asistente de su abogado, el señor Woulfe. Un joven a quien siempre se le escurren las babas al hablar.

Aclaró su voz y de reojo miró al Detective Russell como si con estas últimas palabras, hubiese podido ofenderlo y continuó…

- De por si, cualquiera de los invitados cuando se presentaban en casa, producían un gran malestar a Sir Cornelius y cuando nos dijo que todos cuatro vendrían a cenar, ya nos imaginamos que nada bueno podía salir de ese encuentro. Lo raro de todo ese asunto detective Russell, es que al parecer, ni ellos mismos trataban de disimular su antagonismo por el otro.

Pasaron al comedor debidamente iluminado por los candelabros, donde servimos la cena, comenzando por la crema de espárragos que era la que más le gustaba a Sir Cornelius. Siempre me decía, - “señorita Daventree, usted hace la crema de espárragos como un elixir de los dioses". Luego pasamos las bandejas de plata inglesa con un lomo rostizado en una deliciosa salsa de pimienta de las Antillas, acompañado por unas repollas de Bruselas. Al parecer todos discutían acaloradamente durante la cena y el mayordomo sirvió el vino que personalmente había escogido de la cava Sir Cornelius, un Pemerol de Bordeaux 1983.

E
l señor Carney se mostraba ansioso de que le llenaran su copa a cada momento y de manera impertinente señalaba al mayordomo para que trajera mas vino.

La paciencia del detective Russell había llegado a su término, por supuesto que no era un hombre para nada apacible y cuando le daban cuerda, perdía su cordura y con palabras espaciadas, pronunciadas lentamente, se convertía en un ser de lo más agreste.

- S e ñ o r i t a D a v e n t r e e…..

Otto Gordon se adelantó, conociendo los alcances de su jefe y prosiguió con la oración, mirando de reojo al detective Russell.

- Señorita Daventree, ¿quién mató a Sir Cornelius?

Esta pregunta abatió a la señorita Daventree como un descomedimiento espantoso y perpleja ante la mirada penetrante e inquieta de los dos policías, se dio cuenta, que simplemente debía decir lo que sabía. Sin mas tapujos y que penara por el delito quien quiera que hubiese cometido ese desatinado crimen.
Al iniciar su parlamento de improviso suspendió su impulso, tomó aire, miró para todas partes para ver quien podría escucharla, tosió dos veces y al ver que había agotado cualquier subterfugio para continuar, dijo:

- La verdad es que así no puedo hablar, detective Russell; tanto usted como el señor Otto me hacen unas preguntas desconsideradas. No se le habla de esa manera a una dama. El modo que me miran, bueno me refiero a usted detective Russell, porque el señor Otto no ha levantado su mirada del papel…es como si yo, con ese polvito de “ensueños de la india” que le puse a la crema de espárragos le hubiese podido hacer daño. Claro que se me fue un poco la mano en la dosis que acostumbro, pero no…para nada, como creen que le pude hacerle daño. Sir Cornelius estaba feliz con el sabor y noté en sus ojos un gesto de aprobación cuando sorbió su primera cucharada. Jamás pensaran que yo, la más fiel de sus colaboradores, le hubiese podido hacer algún daño. Yo admiraba a Sir Cornelius….

Las miradas del detective Russell y de Otto Gordon se cruzaron.
El reloj daba su campanada. El día había terminado.

Abril 2009