10 de noviembre de 2009

El crimen de Sir Cornelius Giles

Al final de la calle Old Queens Street, enseguida del conocido almacén de sombreros Farrow, se encuentra la comisaría de policía de Central Hall. Nada haría pensar a los pocos transeúntes que recorren el lugar a esas altas horas de la noche, que dentro de la dependencia pulula de gente, entre policías y detenidos. Los teléfonos repican continuamente, las precarias maquinas de escribir dejan sonar una campanita al final de cada renglón. Hay un gran alboroto de pisadas sobre los tablones de madera, que van y vienen sin tener explicación ni rumbo fijo, los murmullos de los presentes y frases entrecortadas, compiten entre sí. Se puede decir que no era una noche como cualquiera en la delegación policial y que efectivamente, se trataba de un acontecimiento especial.

Un gran desconcierto se extendía por toda la estancia, dejando percibir en las caras de cada uno de los presentes, una turbadora ansiedad. Para ese entonces ya iban siendo las once y quince de la noche y un azaroso viento gélido penetra en el salón cada vez que alguien abre el portón. Todos al unísono hacen un gesto para abrigarse del frío y de inmediato miran al forastero que llega, como si con él, arribaran detalles desconocidos que desvelara el enigma.
En un rincón del salón, se encuentra el detective Russell con su escribiente Otto Gordon que se dispone a acomodar el papel carbón entre las páginas de papel. Frente a este último, se halla la señorita Eleonor Daventree que aun conserva su abrigo color ambarino y abraza con desconfianza su bolso sobre sus rodillas. De vez en cuando pasa la mano temblorosa por la cabeza, para asegurarse que aun conserva el peinado y que las hebillas en el pelo estén en su sitio. Saca su pañuelo bordado del bolsillo y se suena ligeramente la nariz.

El detective Russell prefiere no mirar a sus testigos y sus gestos asumen un aire de rutina, mientras camina continuamente alrededor del escritorio. Era usual que iniciara una frase y que Otto Gordon siempre la terminara, por lo tanto obligaba al declarante a escuchar en dos tiempos la pregunta, haciendo girar su cabeza de un lado para otro, en la medida que las voces cambiaban de boca.

- Señorita Daventree, puede explicar en detalle a la autoridad designada por su majestad la Reina….dijo Russell

Otto Gordon continuo - donde se encontraba usted en el momento del atroz crimen de Sir Cornelius Giles?

La señorita Daventree advirtió que era su oportunidad para disertar a sus anchas y contar con lujo de detalles y pormenores, detalles que seguramente para algunos no tenían relevancia, pero que a su entender, eran en esas particularidades donde radicaba el meollo de los hechos. Hizo una pausa, aclaró su garganta para que su voz entonara las notas con la adecuada sonoridad y decidida a ser una pieza clave para la investigación, se dirigió primero a Gordon, luego recapituló y tornó su mirada al detective Russell.

- Ah… detective….es una pena lo ocurrido a Sir Cornelius, un hombre tan especial, un señor como ya no se ven en estos días. Sabe usted, Sir Cornelius era de la clase de gente que tenía un gran sentido de generosidad. Mire usted, todos los domingos, a su regreso del club, donde iba a desayunar, le daba unos peniques a cada uno de los miembros del servicio. Claro, hay quienes son ingratos y no agradecen. Unos peniques no les parece suficiente y no entienden la bondad en la gente. Algunos lo criticaban porque no le daba estudio a los hijos de los criados domésticos, pero la verdad es que no lo hacía por avaricia, sino porque decía que a esos niños les venía mejor aprender las labores de la casa.
Sabe usted, nunca me casé, a pesar de que no me sobraron pretendientes, incluso recuerdo al señor Miles que tenía una carnecería por Cavendish, a lo mejor lo conoce usted detective Russell…..bueno, hizo todo lo posible para que yo aceptara ser la señora Miles, pero Sir Cornelius muy acertadamente me hizo ver lo importante que era mi labor en su residencia y que nada me haría más feliz que permanecer a su lado.

En la medida que avanzaba la declaración de la señorita Daventree, el detective Russell retorcía el lápiz que siempre llevaba en sus manos, con tal grado de desesperación, que en un momento dado, pudo mas la fuerza de sus dedos y el lápiz se rompió en seco, creando una pausa en el monólogo de la declarante que supo aprovechar de inmediato.
- Señorita Daventree, sería tan gentil de limitar su respuesta….
- …. a contestar la pregunta que le hemos formulado, concluyo Otto Gordon, mientras ajustaba el papel en la máquina. - Y por favor sea breve señorita.

Este requerimiento tomó por sorpresa a la señorita Daventree, entendiéndolo más como un acto de suma descortesía y no se dio por enterada a lo que se referían con limitar sus respuestas. Se acomodó mejor en su asiento, hizo un gesto con la cara de contrariedad y continuó su declaración.

- Bueno, como le estaba diciendo, es una verdadera pena lo que le ha pasado a Sir Cornelius. Un hombre tan bueno, como hoy día no se da. No, no señor, no hay gente así de digna y con tanta nobleza en sus venas.

El detective Russell se plantó frente a la señorita Daventree a punto de hablar. La señorita Daventree al ver la expresión furiosa de su cara se apresuró a continuar, haciendo que sus primeras palabras tropezaran una con la otra, hasta que paulatinamente recobraron su paso.

- Es importante que yo le explique estas cosas…..sabe usted. Esa tarde Sir Cornelius había invitado a cenar a cuatro de sus familiares. Un tal señor Carney, bueno para nada que al parecer es su sobrino. La señora McClelland, una dama, si se puede decir así, siempre impetuosa y su descarado esposo que no trabaja, pero siempre estaba proponiéndole negocios a Sir Cornelius, pintándole las mil ganancias que tendrían. Y luego está el asistente de su abogado, el señor Woulfe. Un joven a quien siempre se le escurren las babas al hablar.

Aclaró su voz y de reojo miró al Detective Russell como si con estas últimas palabras, hubiese podido ofenderlo y continuó…

- De por si, cualquiera de los invitados cuando se presentaban en casa, producían un gran malestar a Sir Cornelius y cuando nos dijo que todos cuatro vendrían a cenar, ya nos imaginamos que nada bueno podía salir de ese encuentro. Lo raro de todo ese asunto detective Russell, es que al parecer, ni ellos mismos trataban de disimular su antagonismo por el otro.

Pasaron al comedor debidamente iluminado por los candelabros, donde servimos la cena, comenzando por la crema de espárragos que era la que más le gustaba a Sir Cornelius. Siempre me decía, - “señorita Daventree, usted hace la crema de espárragos como un elixir de los dioses". Luego pasamos las bandejas de plata inglesa con un lomo rostizado en una deliciosa salsa de pimienta de las Antillas, acompañado por unas repollas de Bruselas. Al parecer todos discutían acaloradamente durante la cena y el mayordomo sirvió el vino que personalmente había escogido de la cava Sir Cornelius, un Pemerol de Bordeaux 1983.

E
l señor Carney se mostraba ansioso de que le llenaran su copa a cada momento y de manera impertinente señalaba al mayordomo para que trajera mas vino.

La paciencia del detective Russell había llegado a su término, por supuesto que no era un hombre para nada apacible y cuando le daban cuerda, perdía su cordura y con palabras espaciadas, pronunciadas lentamente, se convertía en un ser de lo más agreste.

- S e ñ o r i t a D a v e n t r e e…..

Otto Gordon se adelantó, conociendo los alcances de su jefe y prosiguió con la oración, mirando de reojo al detective Russell.

- Señorita Daventree, ¿quién mató a Sir Cornelius?

Esta pregunta abatió a la señorita Daventree como un descomedimiento espantoso y perpleja ante la mirada penetrante e inquieta de los dos policías, se dio cuenta, que simplemente debía decir lo que sabía. Sin mas tapujos y que penara por el delito quien quiera que hubiese cometido ese desatinado crimen.
Al iniciar su parlamento de improviso suspendió su impulso, tomó aire, miró para todas partes para ver quien podría escucharla, tosió dos veces y al ver que había agotado cualquier subterfugio para continuar, dijo:

- La verdad es que así no puedo hablar, detective Russell; tanto usted como el señor Otto me hacen unas preguntas desconsideradas. No se le habla de esa manera a una dama. El modo que me miran, bueno me refiero a usted detective Russell, porque el señor Otto no ha levantado su mirada del papel…es como si yo, con ese polvito de “ensueños de la india” que le puse a la crema de espárragos le hubiese podido hacer daño. Claro que se me fue un poco la mano en la dosis que acostumbro, pero no…para nada, como creen que le pude hacerle daño. Sir Cornelius estaba feliz con el sabor y noté en sus ojos un gesto de aprobación cuando sorbió su primera cucharada. Jamás pensaran que yo, la más fiel de sus colaboradores, le hubiese podido hacer algún daño. Yo admiraba a Sir Cornelius….

Las miradas del detective Russell y de Otto Gordon se cruzaron.
El reloj daba su campanada. El día había terminado.

Abril 2009

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