10 de noviembre de 2009

INFIDELIDAD EN EL CAFÉ


Eran las cuatro y media de la tarde y llevaba más de quince minutos esperando que Esteban llegara a nuestra cita en el café. Acostumbrábamos a reunirnos una vez a la semana, a la misma hora. Sabía que mi amigo nunca llegaba a tiempo, por lo que siempre traía un libro para no desesperar viendo girar el minutero del reloj. Pero, ese día en particular, me encontraba intranquilo, casi alterado, con el incidente que tenía para contarle a Estaban. Confiaba que él pudiese darme algún consejo para salir del problema en el que me encontraba. Es natural que busquemos refugio en alguien para que nos resuelva los problemas cuando consideramos que se nos salen de las manos. Sé que la esperanza no nos da vida, pero sin ella, no tendríamos cómo vivir.

Esa tarde, con mayor razón, me urgía que Esteban cumpliera la cita. Me encontraba molesto, afligido e inseguro de mi mismo. Necesitaba desesperadamente hablar con él. Hablarle hasta ahogar con mis palabras el ruido de lo que me acontecía.

Mire el reloj de la pared y vi que había pasado media hora y seguía sin aparecer. “Qué desconsiderado” me dije a mi mismo. Cómo era posible que me dejara esperando, después de haberle mencionado por teléfono que tenía un problema grueso. Pasé las páginas del libro, leyendo las frases apresuradamente, saltándome algunas palabras, adelantándome a voltear la página sin haber llegado al final. No hallaba sentido a lo que leía. Mi ansiedad no me dejaba concentrar. Insistentemente pensaba cómo debía de abordar el tema con Esteban. Si debía soltárselo así no más.

Recosté la espalda contra el asiento, apartando el libro ligeramente sobre la mesa. Luego, entrelace mis dedos, frotándome las manos nerviosamente y decidí recurrir a las respiraciones de yoga, inhalando el aire y reteniéndolo en mis pulmones durante algunos segundos. Repetí esto varias veces, con la esperanza de procurarme un poco de calma.

En ese momento vi entrar a Esteban por la puerta. Eran ya las cinco y veinticinco. Pude entrever por su manera de caminar despreocupada, con las manos en los bolsillos, que no se daba cuenta de su retraso. Cuando me vio, ostentó una sonrisa, dejando ver su dentadura blanca, armoniosa, simétrica. Revelaba una alegría en sí mismo, como si estuviese recibiendo ofrendas del cielo y a veces, pensaba, que era ligeramente ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Tal vez por eso me simpatizaba.

Nos saludamos golpeando nuestros puños y él se sentó, lanzando una espontanea carcajada.

―Hola Esteban, le dije, ¡Siempre me dejas esperando cabrón!

―Pero que dices, si nada más han pasado unos minutos.
―Mira, no importa. Déjalo así. Hay algo muy serio que debo contarte y necesito tu consejo.― Vacile, mire para todas partes, e incluso voltee a mirar a mis espaldas y luego le dije: No sé como comenzar. No es fácil. Estoy como loco sin saber qué hacer.
Esteban hizo un gesto con los hombros, queriendo decir que la situación no debía ser tan grave. Tal vez, yo estuviese exagerando.
―Anda, ya, dime lo que sea. Suéltalo, simplemente.
Continuaba titubeando e inicie varias frases, tratando de darle coherencia a lo que quería decir. Improvisadamente, me fueron saliendo las palabras. Lo solté de manera tajante, como cuando algo se cae al suelo. Así de simple. Fue un largo monologo, sin comas, sin ninguna pausa, sin que tuviese necesidad de tomar aire, o buscar las palabras apropiadas para ponerlo al tanto de la situación.

Esteban trataba de hilar la información e irla ordenando. Por la expresión de su cara, podía advertir que algunas de las cosas que le estaba contando, no encajaban. Luego, cortó mi discurso, golpeando insistentemente la tasa de café con su cuchara.

―¡Aguarda, aguarda un poco! Me estas tratando de decir que crees que tu esposa tiene un amante y que la encontraste por casualidad besándose con Pablo en la estación de tren el lunes pasado. ¿Te estoy entendiendo bien?

Esteban continuaba mirándome, fijo a los ojos, esperando una respuesta mía. Mis labios gesticulaban, sin atreverme a contestar un simple “si”. En momentos como esos, uno se vuelve un poco pendejo, creo yo.

Esteban tomo mi silencio como una respuesta más que evidente. Tomó aliento y continúo:
―Mira, creo que debes de haber visto algo que te hizo pensar que se estaban besando, pero, debe de haber una explicación. ¿Además quién es Pablo?

Mi nerviosismo rayaba en los límites de convertirse en enojo. Como podía dudar Esteban de lo que yo había visto. Ahora, no solo tenía en mis manos un problema con Julia, sino, que además, me veía obligado de convencer a mi amigo de lo que había visto. Era una situación ilógica, pensé yo.

―Pues claro que se estaban besando.― Le asegure. ―Sé lo que vi. ¿Cómo crees que un beso con toda clase de retorcijones sea una mera casualidad?
―¿Bueno pero quién es Pablo?― Volvió a preguntarme.

Volví a guardar silencio. Una ráfaga de pensamientos pasaron por mi cabeza. La reacción de Esteban ante lo que le había contado era una de ellos. Porque su insistencia en querer saber quién era ese tal Pablo. Yo esperaba que se hubiese enfurecido como lo estaba yo. Además, de no haber sido Pablo, sino Fernando, en nada cambiaba la situación. Sentí en esos momentos deseos de decirle que era un idiota, pero me contuve. Juzgué que no valía la pena pelearme con mi amigo porque al fin y al cabo, necesitaba un aliado en mi desdicha. Baje la mirada sobre la mesa, dejándome llevar por sus preguntas. Pretendía contestarlas todas. Ponerlo al tanto de los detalles.

―Pues, Pablo es…

Cuando fui a explicarle, algo me detuvo. Había una resistencia en mi interior, como si al no decirle quien era Pablo, convertía la incidente en menos cierto. Equívocamente en menos amargo. Percibí que continuaba atento a mi respuesta. En ese momento, alcance a escuchar la respiración seca que recorría nuestros cuerpos. El bullicio de la calle y las ruidosas conversaciones de las mesas vecinas, desaparecieron para mí en ese instante. Como si estuviésemos solos, los dos. Esteban se inclino mañosamente hacia mí y a manera de susurro confidente, insistió en preguntarme:

―¿Quién es Pablo?

―Es un chavo que toma clases con ella.
―¿Crees que lleven algún tiempo viéndose?
―No, no lo creo. Debe ser algo reciente.― Respondí.
―¿Y ya hablaste con ella?
―¡Cómo se te ocurre! No puedo decirle nada por el momento. Además, para eso te traje a ti. Para que me digas que debo hacer. Tú eres el que tiene experiencia en estas situaciones; le espeté, casi recriminándolo.
―¡Estas crazy? ¡Por supuesto que no tengo experiencia en algo así! Yo me separé, pero no porque Rita me haya sido infiel.

Advertí que las cosas no iban por buen camino. Nos encontrábamos discutiendo sobre quién tenía más experiencia en materia de infidelidad y me daba cuenta que mi rostro comenzaba a dejar traslucir mi impaciente.

Entonces, Esteban volvió a insistir en su recomendación, repitiéndome:

―¿Por qué no hablas con ella? ¡Debe haber una explicación!
― Sí, seguro que la hay. Pero, me gustaría no saberla.― Le afirme.
―¿Entonces qué? ¿Vas a mirar para otro lado y dejar las cosas así?― Me dijo Esteban con un tono provocativo.
―Dame otra solución. Algo que sea más lógico.
―¿Qué puede ser más lógico que hablar con ella?
―No…no lo sé. Me siento incómodo hablando de esto con Julia. ¿A lo mejor es un asunto pasajero no lo crees?

Simultáneamente, ambos tomamos un sorbo de café. Estaba frío. Creí que Esteban quería tomar una postura prudente. Me daba cuenta que ponderaba las palabras que me diría y aprecie su actitud. Siempre he pensado que lo bueno de la amistad es saber aceptar lo inevitable de la otra persona. Luego, espontáneamente, salió de su boca una solución que atenuaba la ofuscación del momento, diciéndome:

―Oye, tal vez debamos pensarlo un poco más. No vale la pena que te precipites a un desenlace que no sea el más conveniente. ¿Qué piensas tú?

Las palabras de Esteban me cayeron como un paño de agua tibia sobre mi aflicción y recapacite en lo maravilloso que era mi amor por Julia. Nada en el mundo podría cambiar ese sentimiento en mi corazón.


Por: Ivan Villegas Botero

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