11 de noviembre de 2009

Un lamento desesperado

Vimos a Sofía partir jalada contra su voluntad por Raúl. Es difícil borrar esa imagen de mi mente, cuando vuelvo a recordar sus suplicas en medio de sollozos y gemidos de terror.
El desconcierto de todos era enorme y nos partía el corazón al ver el rostro descompuesto de Manuel. Todos teníamos miedo. Un miedo de esos que te contrae los músculos y te impide reaccionar ante los acontecimientos. Éramos espectadores indolentes e inútiles ante el caos, resignados a que hicieran de nosotros lo que quisieran.

El calor punzante y la humedad del bosque hacia que nuestra transpiración brotara de los poros como chorros de manguera. Sentí que Pablo trataba de levantarse y rápidamente, con coraje, lo empuje contra el suelo. No quería que nada, ni nadie pudiese delatarnos. Por mi mente pasaban imágenes incongruentes, aceleradas como una película a alta velocidad, de esas que se ven cuando el proyector descarrila el acetato y termina por quemarlo. No recuerdo nada más. Ni siquiera sentí el dolor en mis rodillas después de estar de cuclillas tanto tiempo. Tampoco sé cuánto duró todo esto, pero trataré de reconstruir los hechos lo mejor que pueda.

Es difícil decidir por donde empezar y casi seguro que los acontecimientos no tendrán una secuencia ordenada. Pero en aras de que se entienda quienes éramos, comenzaré por decirles que teníamos muchas cosas en común. Éramos un grupo de estudiantes de antropología de la UNAM, que a lo largo de varios semestres habíamos desarrollado una gran amistad y un entrañable compañerismo. Manuel y Sofía se habían flechado desde un principio y era tal su unión, que para todos se habían convertido en un solo ser, de tal manera que nos divertía referirnos a ellos como “Ma-So”. Manuel era un tipo romántico, educado a la antigua, con grandes gestos de galantería. Su voz era siempre suave y nos hacia sentir bien con lo que decíamos. Era a él a quien acudíamos para contarle algún secreto. Simplemente sonreía y nos dejaba hablar. Sofía era la niña linda, con gran dulzura en todos sus movimientos y siempre vestida en colores pálidos, realzando sus ojos azules y los cabellos dorados.

Luego estaba Andrés, que era la clase de persona que uno siempre desea tener como amigo. Invariablemente con una carcajada y un chiste a la mano. Podíamos esperar cualquier cosa de el, porque siempre tenía algo divertido para compartirnos y hacernos reír. María era la estudiosa y la que imponía algo de cordura a nuestro grupo. De gran corazón, procurando hacer cualquier cosa por cada uno de nosotros. Pablo pasó a ser el último en entrar al grupo y fue por la mera casualidad de su corto noviazgo con María, pero al cabo de ese lapso, ya era parte de todos nosotros. Era el más osado, expresivo y directo en todos sus actos. Bohemio por naturaleza y no faltaban sus frecuentes resacas cada dos o tres días. Y por ultimo estaba yo, el más pequeño del grupo y no en mal término la “mascota”, para quienes era costumbre cuidar de mí. Eramos seis. Seis estudiantes, seis amigos, seis personas que formábamos una familia cerrada con total devoción a nuestra hermandad.

Al terminar el semestre de estudios, decidimos aventurarnos a emprender una excursión hacia el sur del país, con el ánimo de ver por nuestros propios ojos algunas de las maravillas, ciudades y ruinas que fueron parte de nuestro curso. Andrés aportó el coche; una camioneta tipo combi, que a pesar de sus años andaba de maravilla, no obstante sus frecuentes recalentadas, teniendo que hacer alto en el camino para que se enfriara el motor.

Dado la época del año, en la medida que íbamos descendiendo hacia el sur, el calor se acentuaba cada vez más insoportable, de tal manera que era requisito mantener los vidrios de la combi abiertos, permitiendo que nos invadiera una ráfaga de viento húmedo y el incomparable olor de la vegetación de matices verdes.

Al cabo de varios días llegamos a la Reserva Especial de la Biósfera, “Selva de Acote”. Esta reserva, tiene una extensión de cerca de cincuenta mil hectáreas, que incluye a las llamadas selvas de los Chimalapas, Uxpanapa y el Ocote, que tienen una compleja biodiversidad.

Al pasar Tuxtla Gutiérrez, vimos el letrero al borde de la carretera que señalaba “Ocotal” a 90 kilómetros, para la cual tomamos la carretera 190 y en Ocozocoautla dimos giro por la ruta 53 que nos condujo al pueblo de Apic-Pac, donde encontramos la entrada de la reserva. Era evidente que la vida en esta zona se sustentaba por las insistentes lluvias y el empuje de los torrentes de los ríos La Venta, Encajonado y Cacahuanón.

Pudimos ver una abundante vegetación. El lugar tenía para nosotros un gran interés por su pasado, al ser centro de importantes culturas prehispánicas como los Zoques, que habitaron en los Cerro del Ombligo y el Cerro de la Colmena.

Eran las seis de la tarde cuando llegamos y el sol aun penetraba las espesas ramas de los árboles. Rápidamente nos despojamos de las ropas, aprovechando un riachuelo cercano. Nos zambullimos sin ningún reparo ni malicia de lo que pudiese haber en sus aguas. Nos sentimos realizados al experimentar una sensación maravillosa de libertad, rodeados por la exuberante naturaleza y los sonidos de pájaros extraños. Eran tan agudos que por momentos pensamos que podían provenir de personas, lanzando mensajes secretos.

María nos encargó diversas tareas, como traer la leña para la hoguera, organizar los toldos, encender las lámparas Coleman de gasolina blanca e iniciar los preparativos de la cena. La cocina era una actividad que alternábamos, pero preferíamos a Andrés por su platillo de espaguetis a los que les improvisaba diferentes salsas.

Esa noche decidimos sacar el par de botellas de vino que habíamos comprado días antes en Oaxaca. Las descorchamos y nos dimos a beber en vasos plásticos que compartíamos. Nuestro campamento estaba lejos de cualquier rastro de civilización, aislados en medio de un universo únicamente para nosotros.

No debió de haber pasado una hora desde que nos acostamos, cuando escuchamos los gritos aterradores de Sofía provenientes de una de las carpas. A medida que fuimos saliendo, vimos a tres tipos, mal encarados y de estatura baja. Cada uno portaba una escopeta y nos apuntaban de manera decidida, haciendo constantes movimientos con sus armas para señalar a cada uno de nosotros. Aun con la poca luz que teníamos, nos percatamos por el color cobrizo de sus caras, que los tres hombres eran indígenas. Hablaban al tiempo y de manera insistente nos decían cosas; palabras sueltas en español, mezcladas con lo que creímos ser algún dialecto. Los movimientos de sus armas indicaban que nos agacháramos y pusiéramos nuestras manos en alto. Dudando de haber entendido sus instrucciones, nos mirábamos unos a otros, sin atrevernos a decir palabra.

Entendimos que Raúl era como el jefe, porque constantemente les daba órdenes y a su vez los otros dos le llamaban por su nombre. El más grueso de ellos entró por turnos a las carpas a explorar nuestras pertenencias. Escuchábamos como tiraba las cosas, haciendo exclamaciones de disgusto cuando al parecer no hallaba lo que deseaba. Al cabo de unos momentos, salió y pasó revista a cada uno de nosotros. Sus manos sudorosas se detuvieron por varios minutos en sus senos de Sofía, que vestía una camiseta de algodón blanca pegada a su cuerpo. Manuel trato de intervenir, pero de inmediato otro de los indios con la culata del arma, le profirió un duro golpe en sus entrañas. Nos quitaron los relojes y el mío en particular fue el que más le gusto a Raúl, quien se lo puso de inmediato.

Siguieron varios momentos de indecisión y angustia; los indígenas lanzaban gritos contra alguno de nosotros, sin razón alguna. Nos apretábamos los unos contra los otros, con la esperanza de protegernos. De pronto nos percatamos que de nuevo miraban a Sofía con bastante insistencia y hacían comentarios entre ellos, con risas y depravados gestos. Sentimos crecer la tensión entre nosotros, ignorantes de los que podíamos hacer. Éramos insignificantes ante los hechos y solo nos quedaba rezar para que todo pasara rápidamente.

Raúl se acercó a Sofía y de nuevo pasó sus manos lentamente por sus pechos de manera lúbrica, mirando a Manuel, que a esas alturas, sabían que tenía algún tipo de conexión con la chica. Su arma apuntaba, apoyándola contra el estómago de Manuel mientras continuaba el manoseo. Sofía y Manuel se miraban sin parpadear y lentamente comenzaron a escurrírseles las lágrimas ante la humillación y el miedo. Escuché a Pablo susurrarle a Manuel que se estuviera tranquilo.

- Tranquilo hermano, tranquilo. Ya va a pasar. Es mejor que mires para otro lado, no vaya ser que te dé por hacer alguna pendejada.

La voz de Pablo salía de su alma como si fuera una canción de cuna, tratando de dormir un niño. Las exclamaciones de los indios se intensificaron y su excitación amenazaba con acometer una acción descontrolada, producto de la brutalidad.

Al cabo de unos instantes, Raúl agarro la mano de Sofía y la jalaba hacia el bosque. Ella, oponía resistencia y comenzó a lanzar lamentos desesperados para que Manuel la auxiliara. Era indudable la fuerza del hombre que la arrastraba, considerablemente superior a cualquier forcejeo que Sofía pudiera realizar. Todos mirábamos y nada hacíamos. Ahí quietos como figuras de asco, producto del terror. Era evidente lo que iba a pasar. Y así fue que cuando sentimos los primeros clamores provenientes del mas allá, nos tapamos los oídos tratando de evadir la tragedia que presentíamos.

A partir de ese instante, mi vida se nubló por completo. Me aislé en la nada, para ocultar mi cobardía; con la esperanza que la “nada” cambiase nuestro destino. Sólo veo el rostro de agonía de mi amigo una y otra vez y el espanto regresa a mi alma. María me abrazó por largo rato y luego me dijo que ya todo había pasado.

Octubre 2009

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