11 de noviembre de 2009

La Gitana del Rio

Iba caminando por una calle angosta, con muros altos a los dos costados y las paredes dejaban traslucir un adobe precario, roto en algunos tramos, de diversos tonos rojizos casi descoloridos. Mis pasos se escuchaban martillar y producían un eco que se alejaba calle abajo donde se encontraba el río, donde corría un caudal escaso, que aun conservaba el azul de antaño. Cobijado por las sombras de los árboles y flores silvestres de color amarillo en su descanso, se veía el suave remanso correr sin prisa. Era una tarde soleada y una pequeña brisa movía ligeramente las hojas de las ramas haciendo dibujos caprichosos sobre el agua.
Esta era mi ruta de siempre de camino a casa, pero esa tarde me topé con una gitana de edad mediana, tez quemada con arrugas que parecían mas a pliegues profundos en su cara. Era de estatura mediana y alrededor de su espalda llevaba un trapo azul que hacía juego con la pañoleta en su cabeza.
Al cruzarnos se me quedó mirando fijamente y fue tal la fuerza penetrante de sus ojos que me hizo detener. Se acerco y en un tono confidencial dijo que me estaba esperando. Yo por supuesto me asuste y mi reacción intuitiva fue la de dar un paso a tras. Pero ella no se dio por enterada y avanzó hacia mí. De nuevo me repitió las mismas palabras “te estaba esperando…….te estaba esperando desde hace tiempo”.
Yo no supe que hacer. Era una situación difícil de entender y menos aun comprender a lo que se refería con que me estaba esperando. Pero algo en ella me produjo calma y quise escuchar lo que tenía que decirme.
Tomó un pequeño manojo de flores y me las entregó. Luego me dijo que la acompañara a su casa que me iba a revelar algo importante de mi vida. Ella dio media vuelta segura de que yo la seguiría y así fue. Caminamos río abajo. Con frecuencia me veía obligado a suspender mi ritmo, pues sus pasos eran bien cortos obligándola hacer un esfuerzo superior. Pasado algunos minutos llegamos a una zona que no conocía.
Había un gran bullicio en las calles de niños jugando. Muchos niños. Y cuando nos vieron corrieron para acercarse a nosotros. Pude percibir que la conocían. La llamaban por su nombre y se agarraban de su falda. Claramente me di cuenta que todos eran gitanos. Tenían unos rasgos particulares en sus caras y en su manera suelta de moverse. Como si llevaran música dentro de si. Gritaban cosas que no alcanzaba a entender y seguían corriendo y brincando a nuestro alrededor. A medida que avanzábamos, las casas iban aminorando hasta llegar a un campo donde se avistaba un pequeño tendal de trapo gris al lado de una carreta vieja de madera.
Para ese entonces mi corazón comenzó a latir de manera violenta y era tan fuertes sus golpes que me daba la impresión que todos lo podían escuchar. No sabía si continuar o simplemente dar media vuelta y salir despavorido de regreso por donde vine.
Al acercarnos a la carpa, la gitana una vez más me penetró con su mirada y me dijo casi entre murmullos “te estaba esperando. Favor entra”. Su idioma no era claro, pero sin embargo algo en mi lograba entender lo que me decía. Y así nada mas entre en el toldo y me senté.
La gitana espantó a unos niños que aún nos perseguían y luego se sentó frente a mí.
Sin ningún preámbulo, la gitana comenzó a soplar una bola de cristal. Yo había escuchado estas cosas en cuentos pero nunca pensé que fuese real y menos aun, que yo estuviera presenciando un episodio tan sorprendente. En la medida que fue soplando la pequeña esfera, pude ver que se nublaba el cristal y un ligero humo giraba a su alrededor como hilos cilíndricos de color plata. Luego la bola cobró una luminosidad fulminante y comenzó a lanzar destellos de manera arbitraria. En ese momento la gitana dejo de soplar y lanzó unos rugidos aterradores.
Mis piernas dejaron de tener vida. No era capaz de moverme. Estaba clavado en esa silla, sin poder usar mi determinación de escapar vigorosamente de ese sitio pavoroso.
Luego todo quedó en absoluta calma. Sus ojos continuaban cerrados y sus manos extendidas por encima del cristal temblaban tenuemente.
No cabía duda que había entrado en un trance y que su espíritu se comunicaba con una fuerza de otro mundo. Yo mantuve silencio y difícilmente podía respirar.
Abrió los ojos y con gran delicadez se levantó. Fue hasta un armario que quedaba a un costado de donde nos encontrábamos, abrió una gaveta y sacó un pequeño cofre de donde retiro un medallón que tenía un extraño dibujo de una rosa con ojos en cada costado de sus hojas.
Me lo dio con determinación cerrando las palmas de mis manos.
La miré desconcertado, sin saber que era lo que pretendía decirme con este gesto.
Me acarició la cara con ternura y luego me dijo “has regresado a casa hijo mío”.


Noviembre 2008

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