11 de noviembre de 2009

El timbre del cuarto piso

Conversación con una prostituta.

Tengo una rasquiña tremenda en las axilas y aunque me rasco no se me quita. Generalmente me da en esta época de noviembre, en que el clima se pone muy seco. Es incomodo y los clientes lo resienten. Pero qué me importa lo que ellos opinen. Pagan por lo que les doy y ya está. No me jodan, y chinguen a su madre. No entiendo cómo me metí en este oficio de mierda y a lo mejor, como dice mi tía, “a algunas no les queda mas remedio”. Sin que lo hubiese pensado, ya estaba en la cama con un gordo vecino de casa, que al despedirse me dejó sesenta pesos sobre la sabana arrugada; dizque no tenía más. Así nada más, le entregué mi virginidad cuando recién cumplía mis quince años. ¡A él primero que se cruzó en el camino! Mi tía Janesi me dijo que no me lamentara por los pocos pesos que recibí y que todo eso me serviría para adquirir experiencia.

Recuerdo que después de eso no me pude agachar por varios días. Me dolía todo, hasta para caminar. Traté que mi mami me dejara quedar en cama, pero se le antojó que eso era floja y más valía ponerme a trapear los pisos del edificio donde ella trabajaba.

Rubén solía llegar en las tardes y me acompañaba a casa. Era tierno y me encantaban sus pestañas encrespadas que le daban una mirada sensual y ensoñadora. Pero cada vez que íbamos al parque, siempre que tratara de meter sus manitas por debajo de mi blusa y no le gustaba para nada que se lo impidiera. E iniciábamos la misma discusión de siempre, “que un poquito, que por esta vez nada más, que no molestara” y yo con el sermón de “deja eso Rubén, que quiero llegar pura a mi boda”. Se mantenía acalambrado y no resistía que otros me miraran. Pobre Rubén, nunca supo lo que hacía, o más bien nunca se lo quise admitir, porque la verdad es que le llegaron varios rumores de personas que le llenaban la cabeza con toda clase de cuentos y se agarraba a trompadas para defender mi honor.

Pero con él, yo vivía otra vida y me permitía tener sueños. Yo diría que esa era mi verdadera vida. La otra ni la tenía en cuenta. Se presentaba uno que otro, cada cual más idiota, con toda clase de mañas. Cuando comenzaban con “mamita ven para acá…” el estomago se me revolvía.

En casa rápidamente se acostumbraron a que yo tuviera unos cuantos pesos a la semana y sin preguntar de donde procedían, mi madre me obligaba a dárselos a mi papi para que se tomara unas chelas los sábados en la noche con sus amigos. Y pronto, ya exigían más y me hacía un escándalo cuando no le daba lo suficiente. Varias veces recibí trompadas de mi padre sin reparar donde caían.

Mi tía Janesi era mi consuelo. Trataba de conseguirme más turnos con tal de que evitara las golpizas. Cada día las jornadas eran mas largas. Los hombres eran unos hijos de puta y varios trataban de no pagar después de que los atendía. No faltaba el cabron que pedía descuento, por lo tanto mi vida parecía una rueda sin fin. Trabajaba más y lo que ganaba se esfumaba con las saliditas de mi papa.

En esas circunstancias, todo sentimiento de cariño se le va destruyendo. Uno deja de ser capaz de sentir nada por nadie y por nada. Lo veo en mi cara cuando me miro al espejo. La expresión de mis ojos es distinta y tal vez sea cierto lo que dice la vieja del motel que “uno se va volviendo mierda”.

Luego, comencé a tener un cliente que me frecuentaba más que los demás. Se llamaba Razarento, un nombre bastante feo, pensaba yo, pero aparentemente para él era de mucho orgullo. Me decía que le gustaba venir a estarse conmigo, porque su esposa era tan puta como yo, pero más pendeja porque no cobraba. Y lanzaba una estruendosa carcajada que duraba por varios minutos. Razarento hacía el sexo con la misma técnica que utilizaba en su oficio de carnicero. Brusco, sin ninguna caricia. Iba a lo suyo y se acabo. Luego se sentaba en una silla que había en la esquina de la habitación y gustaba contarme cosas. Cualquier cosa. Le hacía feliz que lo escuchara. Me enseño el gusto por la lectura.

Un día me dijo que me saliera de mi casa y que me prestaba un departamento que tenía encima de la carnecería; de esa manera le era más fácil visitarme cuando pudiera. Fui a ver el departamento el fin de semana siguiente que quedaba en un piso cuarto. Recuerdo la impresión que me hizo un timbre de plástico verde que había en el portón de entrada y solo tuve palabras para preguntarle si sonaba.

Hace seis meses que vivo aquí. En mi casa no saben donde estoy y le hice prometer a mi tía que no se los diría a los demás. El carnicero, como lo llamo para mis adentros, dice que debo seguir con mi oficio, que es importante que uno haga algo útil y que simplemente mire bien con quién me meto.

Suena el timbre otra vez….


Junio 2009

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