11 de noviembre de 2009

Numero veinticiunco de la Rubinstein Strasse

Me llamo Hans Friedrich Von Flemming. Por supuesto que tengo algunos otros nombres de familia, aun así, mi modestia me obliga a ser discreto. Estoy seguro que los demás reconocen los rasgos finos y nobles de mi linaje. Nací aquí, en esta mismísima Rubinstein Strasse, en el numero diez y no son ciertas las habladurías que aseguran que no fue propiamente dentro de la casa, sino como un cualquiera, en la simple calle debajo de la gran escalinata que asciende al portón principal de la mansión. Por supuesto que, eso no es cierto y sin duda, mi llegada a este mundo debió ser de gran trascendencia y cotilleo permanente entre las esferas distinguidas.

Créanme, que si hoy día habito bajo los escalones de la casa, es por simple voluntad, no tiene nada que ver con que la casa se encuentre deshabitada y le hayan clavado tablones de madera en forma de cruz en las ventanas para impedir su acceso.

Pero no nos detengamos en esas pequeñeces, mas bien, déjenme contarles lo que sucede en esta calle. En el numero 12 a pocos pasos de mi morada, hay una tienda muy particular donde venden chocolates rellenos de finos caramelos y otras exquisiteces. La dueña, Frau Gertrude, es una dama de gran tamaño y voz ronqueta, que a las diez de la mañana me reserva mis dos o tres trocitos. Por lo tanto, a esas horas la espero cumplidamente en la acera y la escucho venir, pisando fuerte al caminar con sus botas militares. Sus manos de inmediato se posan en mi cabeza y me sacude el cerebro con tal energía, que si no fuese por la recompensa de los dulces, sin duda, la hubiese mordido hace tiempo. ¡“Guten Tag mein Hund” (1)! Esta alemana de los Alpes Bavaros, Frau Gertrude, nunca aprendió a decir nada interesante. Dizque “Mein hund”; que perro ni que pan caliente. ¡Boba regorda!

Luego mi ruta es la panadería que se encuentra en la esquina, en el numero 19. Siempre iba resuelto a poner la peor de las caras, desconsolado de hambre por haber aguantado bastante frío durante la noche. En la “Köstliches Brot” (2) iniciaban operaciones muy temprano en la madrugada y sus hornos despedían una aroma que flotaba como danza árabe cuesta abajo por la calle. El señor Frank, según dicen las señoras que frecuentan el lugar, es quien hace la mejor baguette del vecindario, caliente y crujiente. Es de aspecto bonachón y lanza a cada rato una estruendosa carcajada, dejando ver algunos huecos negros entre diente y diente. Su esposa le ayudaba en la parte trasera de la tienda y manejaba los hornos. Este arreglo era muy conveniente al señor Frank, dado que le permitía rozarle las nalgas a más de una de las asiduas parroquianas y éstas, entre risas y remilgos, le consentían esos dulces placeres. Hacia las once de la mañana, la tienda esta normalmente libre de cualquier visitante y el señor Frank me espera con un tazón de leche hervida y unos trozos de su delicioso pan.

Para mi sorpresa, en alguna oportunidad descubrí, que había otros canes esperando en la puerta, como si conocieran mi rutina y tuviesen deseo de usurparme mis privilegios. Ciertamente sentí algo de angustia, pero prevaleció mi determinación y me acerqué con los pelos erizados, remangué mis labios enseñándoles mi dentadura, lancé unos gruñidos terribles, que por mi experiencia, producían un miedo terrible. A medida que me acercaba, los impertinentes chandosos no se alejaban, por lo tanto, me vi forzado a intensificar mis ruidos y movilicé mis orejas hacia atrás. Estas pericias siempre daban resultado, pero me dejaban exhausto, despertando una apetencia y más anhelos por esa leche con nata que me era tan familiar.

Luego, regresaba a mi habitual refugio para descansar un rato, pues es bien sabido, que no conviene abusar del ejercicio y menos aun, meterse donde no se debe. De modo, que me recogía discretamente, dejando siempre un ojo entre abierto por si las dudas. Desde ese rincón controlaba la calle y divisaba pasar los mismos caminantes de rutina a la hora de siempre. Siempre fue así en la Rubinstein Strasse y los residentes se vanagloriaban con la idea de que nada acontecía en su calzada. Los días pasaban y el silencio era igual durante el día que durante la noche.

Ahora bien, lo que realmente importa y deseo compartir con ustedes, es que hace algunas semanas, minutos después de tocar la campana de la iglesia que señala la una de la tarde, en el número 25, diagonal de mi casa, salió a pasear el señor Weiterhin. Pero en esta ocasión lo acompañaba una tierna cachorrita de raza Field Spaniel, color champaña. A su vez, esta salía de su casa muy campante, tomando la delantera, con su cabeza erguida, sus orejas caídas y unos ojos lánguidos. El sol parecía festejar su presencia, lanzándole rayos de luz que le daban un especial encanto a su cabellera. Y desde ese mismo momento conocí bien su nombre, Lilian Brøgger. Comencé a seguirla con mis ojos durante su recorrido diario y de memoria llegué a conocer cada uno de sus árboles preferidos.

Esos momentos eran para mí, un tiempo de ensueño, permitiéndome recrear en mi mente la manera de declararle mi amor y alimentar las palabras que la harían entregarse a mis brazos, sin freno, sin consciencia y libres los dos para disfrutar la unión de nuestras almas.

Un día, el señor Weiterhin dio rienda suelta a Lilian y esta corrió hacia mí. Temeroso de alejarla si hacía algún movimiento, preferí permanecí en mi sitio. Sabía que el tamaño de mi físico, podía ser algo intimidante.

Giró varias veces a mí alrededor, inspeccionándome con considerable interés.

Volvió a girar una vez más hasta que su mirada se detuvo fija ante mis ojos. Yo no se de donde saqué el valor, pero, de manera resuelta moví mi cola en señal de amistad. Esta cualidad que tenemos los perros, nos hace más idóneos para manejar las relaciones interpersonales y más sensibles a la convivencia humana. Lilian me respondió de igual modo y con sus pequeñas fosas nasales me olfateó profundamente.

Había escuchado siempre que hay que desear para poder atraer y yo, la había deseado con todas mis fuerzas. Y ahí, frente a mí, tenia la imagen viva de tantas horas y días de ensoñadoras fantasías; de desarrollar fabulosas historias y repetir mis sueños una y otra vez.

A partir de ese momento ya fuimos dos y la placidez de nuestra vida cotidiana adquirió un nuevo ingrediente de pasión y desasosiego. A Lilian la tenían muy vigilada y por alguna circunstancia no veían con buenos ojos su relación con géneros y crianzas tan distintas. Hay quienes se caracterizan por esas reglas que definen lo que conviene, dejando poco espacio para la libertad de nuestras emociones.

Pasó el verano, luego lentamente las hojas de los árboles se ponían amarillas y otras empezaban a caer. Ocasionalmente los vientos soplaban con rigor por la calle y era frecuente largas horas de lluvia.

Para mí, esos días parecían no terminar y envolvían mi alma en nostalgia y desesperanza. Lilian ya no salía a la calle.

Era terrible no saber qué hacer. A quién preguntarle. De quién recibir una justa respuesta que pudiese tranquilizar mi corazón y apaciguar la angustia de mi amor.

Así, sentí sonar las campanas de la iglesia que marcaban las horas de cada ciclo. Hasta que un día, ya tarde, vi llegar un coche sedán, conducido por un chofer que bajó y se apresuró abrir la puerta trasera. Momento después salió una señora elegantemente ataviada con abrigo de piel. Sostenía con su mano derecha un collar perlas que daba varias vueltas alrededor de su cuello. Con la otra, acomodó su sombrero. Con paso ligero y decisión, se acercó y dio varios golpes en el portón de la casa. La lluvia comenzaba a caer y el cielo súbitamente se cubrió de nubes dando un aspecto lúgubre a los acontecimientos que estaban por acontecer.

Pasaron unos minutos, o tal vez solo fueron segundos, que para mi fueron eternos. Inesperadamente me invadió un presentimiento que no podía alejar de mi mente.
La señora entró a la casa y yo esperaba afuera sin saber que pasaba.

Momentos después, vi que el chofer salió de nuevo del coche y abrió la portezuela. Luego, la señora salió y de tras de ella, Lilian, que de un salto brincó sobre el asiento. Sonaron dos puertas, se encendió el motor y lentamente presencié que el carro se alejaba.

Me apresure a correr ladrando, con la ilusión de que una fuerza superior pudiese interceder en esos momentos por mí. Dimos vuelta a la esquina y vi que Lilian se asomaba por el vidrio trasero. Me miró, solo me miró y supe lo que quería decirme. Esas palabras sin sonido me llegaron al alma. Cosas que sólo un corazón enamorado puede entender. Entendí que a cada momento se distanciaba nuestro destino y yo en ese instante, moría en vida.

(1) Guten Tag mein Hund” = Buenos días mi perrito
(2) Köstliches Brot = pan delicioso


Mayo 2009

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